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26 de abril de 2024

Vidas ejemplaresLuis Ventoso

Una fábrica de tarugos (eso sí, «progresistas»)

La reforma educativa de Sánchez está pensada para adoctrinar a los chavales en una ideología, no para que aprendan

Actualizada 11:08

Aunque lleva una vida de retiro y reserva, se cree que la persona más inteligente del mundo, un judío ruso de 55 años y aspecto desaliñado, vive en el suburbio de Kupchino, barrio dormitorio de anodinos bloques al sur de San Petersburgo. Hace una década que no concede una entrevista. Su última frase conocida se la soltó a un periodista que intentó abordarlo: «Me está molestando. Estoy cogiendo setas».
Grigori Perelmán, o Grisha, como se llama a sí mismo, es el último gran genio de las matemáticas. Se trata de un hombre alto, un calvo de poblada melena trasera, con cejas tupidas, luenga barba y una mirada clara y llamativa. Viste ropa floja, avejentada, y habita en su propio mundo. Detectaron su talento cuando era niño y a los diez años ya deslumbraba en los círculos matemáticos. En la antigua URSS cuidaron su educación con esmero, para que aflorase al máximo su talento natural para los números.
A finales de los años noventa, Perelmán trabajó un par de años en California, en la Universidad de Berkeley, pero enseguida se volvió a su ciudad natal. En 2006 le concedieron la Medalla Fields, el no va a más, el llamado Nobel de las matemáticas. Ni se molestó en acudir a recogerla. En 2010 le otorgaron un premio de un millón de dólares por resolver la Conjetura Poincaré, planteada en 1904 y uno de los llamados «Siete problemas del milenio». No quiso ni el dinero ni el galardón.
Perelmán abandonó las matemáticas. Se cree que hoy vive con su madre en un gris apartamento de Kupchino. Sus admiradores especulan con que sigue trabajando en secreto y confían en que un día volverá a dar la campanada con sus fórmulas. Lo único que se sabe es que lleva una existencia discreta, que es un melómano que de vez en cuando se deja caer por la ópera y que no quiere que le den la lata; rechaza «ser exhibido como un animal en un zoo». En resumen, Perelmán es eso que se llama un genio excéntrico. Pero sin duda alguna, un genio.
Cuento todo esto porque si esta persona hubiese sido educada en la España que está diseñando Sánchez no rascaría pelota. Su talento jamás afloraría, ni sería mimado y festejado en el entorno educativo. Y es que lo que prima el currículo educativo de Secundaria, aprobado el martes, es una aproximación «socio afectiva» a las matemáticas, para que primen «emociones positivas», como si las ecuaciones fuesen un folletín de Netflix, o un poema de nuestro comisario cultural jefe, García Montero. Unas matemáticas que deberán tener siempre presente «una perspectiva de género», pues sabido es el machismo que emana de la regla de tres y los quebrados. El estudio de los algoritmos y las raíces, que los de mi quinta todavía empollamos, desaparece de las aulas, no vaya a ser que nuestros tiernos infantes e infantas se nos vayan a quedar calvos con el esfuerzo mental.
Perelmán, con sus problemas para la interacción personal y una cabeza científica pura, no se comería un rosco en la España de Sánchez, la del elogio de la burramia. Y es que lo que fomenta la reforma educativa del PSOE es fabricar ciudadanos que piensen correctamente y sepan relacionarse. Los conocimientos les resbalan. Por eso desparecen los análisis de texto, las notas con números y el estudio cronológico de la historia. Por eso la filosofía, las ideas que mueven el mundo y explican lo que somos, queda diluida en una asignatura mejunje llamada Educación en Valores Cívicos y Éticos, que en puridad debería llamarse Formación del Espíritu Progresista. En lugar de estudiar a carcas que nada importan, como Aristóteles, San Agustín, Spinoza, Descartes, Kant, Hegel, Popper, Witgenstein… nuestros «chicos y chicas» lo sabrán todo sobre ecofeminismo, derechos LGTBIQ+ (las siglas del rollo gay cada vez tienen más letras), diversidad étnico cultural, educación afectiva sexual y, por supuesto, Memoria Democrática.
No estudiarán a Jesucristo –¡vade retro!–, ni a Buda (tal vez sí a Mahoma, que somos muy «multiculturales»). La asignatura de religión se margina al máximo, hasta dejarla como una maría que no computa. Sin embargo lo sabrán todo sobre Pasionaria y Largo Caballero. No estudiarán la Reconquista ni la Conquista de América (probablemente ambas logros personales de Franco), pero sí las menudencias provinciales de sus comunidades autónomas. Por supuesto se podrá pasar de curso con un carro de suspensos si el profe te ve lo suficientemente integrado o integrada.
En resumen: una fábrica de burros. Pero eso sí, con perfectas credenciales «progresistas».
La primera medida del Gobierno que suceda a Sánchez debería ser desmontar esta aberración educativa, que cercena la meritocracia a través del esfuerzo y el estudio –el auténtico ascensor social de los de abajo– y compromete el propio futuro del país.
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