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25 de abril de 2024

Pecados capitalesMayte Alcaraz

Mi abuela sí que era feminista

Ellas nos enseñaron a trabajarnos el pan que comemos, la casa que habitamos y el puesto que ocupamos. No sé si las autoproclamadas feministas de ahora pueden decir lo mismo

Actualizada 01:30

Ha escrito mi compañero, Ángel Expósito, un sanador libro sobre las mujeres que de verdad eran feministas, aunque no tenían ni repajolera idea de lo que era eso ni falta que les hacía, y su lectura me ha evocado a mis abuelas, a mis tías abuelas, a mis vecinas, a mi madrina y a mi madre, ninguna de ellas casada con el jefe, que nunca medraron con el Libro de Familia entre los dientes, que llevaban sujetador porque les daba la gana, que se depilaban porque no hacerlo era poco higiénico, que jugaron con muñecas y vistieron a sus hijas de rosa, que no volvían solas y borrachas a casa porque tenían neuronas, que parieron sin denunciar a sus matronas y que curraban como mulas en casa o fuera de ella, aunque les doliera a rabiar los ovarios por la regla, un hecho fisiológico que no combatían con bajas laborales.
Mi abuela sí que era feminista, titula Ángel su libro, e inmediatamente uno se apropia de su abuela Valentina, «La Macaria», una manchega con recámara y dos buenas manos para lavar en casa la ropa de los vecinos y alimentar así a sus siete hijos. Leer que la señora Valentina repartía propina entre sus nietos el domingo o daba besos ruidosos como con metralleta o se lavaba solo hasta las rodillas vestida de negro es poner un espejo nostálgico a mis tías de Aluche, que se hubieran partido de risa o de indignación escuchando a Irene, Ione y «Pam», destilando feminismo de la señorita Pepis desde el coche oficial, sueldos de seis cifras y el juguetito del BOE. Ellas no hubieran soportado la monserga de que el sujetador es un elemento opresor, que depilarse, una dictadura capilar del patriarcado, que las tetas dan miedo, que jugar con muñecas es una imposición del machismo, que parir en un hospital no es más que una concesión a la violencia médica y que currar con el periodo –como siempre lo llamaban mis tías y no menstruación ni ocho cuartos– una pérdida de derechos laborales.
Resulta que nuestras abuelas eran tan modernas que nos animaban con denuedo a estudiar porque querían que sus nietas vivieran mejor que ellas y no tuvieran un macho alfa al que agradecer el sustento, que fuéramos educadas y limpias, con fortaleza para afrontar los envites de la vida y, sobre todo, que hiciéramos una carrera, el antídoto contra los sabañones y los callos de sus manos. El libro de mi admirado Expósito ajusta cuentas con la impostura de nuestras sacerdotisas del pensamiento único; para ello repasa la vida de otras mujeres que, sin chistar ni levantar banderas mendaces, son luminosos ejemplos femeninos: Conchita Martín, la viuda del teniente coronel Pedro Antonio Blanco, asesinado por ETA, Carmen Quintanilla, Antonia, María Jesús y María, misioneras dominicas en Kiev, Gloria, Pilar, Hila, Juana, Cristina, Sylvia o Remedios…
Ellas, como nuestras abuelas, fueron revolucionarias sin saberlo. Nos enseñaron a respetar a los mayores, a los maestros, a hablarles de usted, a visitar a los enfermos de la familia, a no levantar la voz, a ceder el asiento en el autobús a los ancianos, a ser agradecidos, a madrugar, a hacer méritos para hacernos mujeres u hombres de provecho. Enseñaron a sus nietas a no sentirse seres débiles, como les gustaría a algunas ministras, para que así nos puedan proteger con sus filfas legislativas. Y sobre todo, nos enseñaron a trabajarnos el pan que comemos, la casa que habitamos y el puesto que ocupamos. No sé si las autoproclamadas feministas de ahora pueden decir lo mismo.
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