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01 de mayo de 2024

Aire libreIgnacio Sánchez Cámara

Derecho a matar, derecho a morir

Tenemos derecho a todo, menos a la vida, a la libertad y a la propiedad. A cambio, tenemos derecho a la muerte, a la obediencia y a ser expropiados

Actualizada 01:30

El Tribunal Constitucional debatirá el próximo martes 9 de mayo la ponencia de la magistrada y vicepresidenta Inmaculada Montalbán sobre el recurso de inconstitucionalidad presentado contra la ley de plazos sobre el aborto aprobada por el gobierno de Zapatero. Ya existe una modificación legal posterior.
La ponencia, cuyo contenido ha sido conocido, y que será sin duda aprobada, considera que la ley de plazos que configura el aborto como un derecho de la mujer es conforme a la Constitución. El aborto es considerado en nuestro ordenamiento jurídico como un derecho. Y aquí entra la aberración jurídica: no un derecho fundamental, sino su reconocimiento como una parte inequívoca e irrenunciable de la «autodeterminación de la voluntad de la mujer» en su máxima expresión. Traduzcamos al español. La mujer decide libremente en un plazo, pero no es un derecho fundamental. El embrión muere, pero su muerte no es el resultado del ejercicio de un derecho fundamental. Los embriones perecen, pero no es la consecuencia de la existencia de un derecho a matarlos, sino de la autodeterminación de la mujer embarazada. Ellos tienen derecho a la vida, pero su madre tiene derecho a matarlos. Se pondera, y prevalece el derecho de la madre. Es muy sencillo.
En los albores del derecho natural moderno, se defendía la existencia de tres derechos fundamentales: el derecho a la vida, a la libertad y a la propiedad. Hoy han sido abolidos, eso sí en nombre de la más abstrusa profusión de derechos. Tenemos derecho a todo, menos a la vida, a la libertad y a la propiedad. A cambio, tenemos derecho a la muerte, a la obediencia y a ser expropiados. Y al trabajo, a la vivienda, a la sumisión ideológica, a no pensar por uno mismo, pero no a la vida, la libertad y la propiedad. Además, no somos titulares de los derechos por nuestra condición personal, sino por gratuita y generosa concesión de los gobernantes. Lejos de nosotros la antigualla de los derechos entendidos como límites al poder del Estado. No. Ahora son concesiones del todopoderoso señor feudal, facultades al servicio de su omnipotencia.
Pero la Constitución establece que «todos tienen derecho a la vida». ¿Todos? El Tribunal Constitucional cercena el sujeto. No todos. El estatuto del embrión se degrada a la condición de prescindible adminículo orgánico de la madre. No es alguien; es algo. El Tribunal Constitucional había declarado la necesidad de la protección jurídica de la vida, de toda vida. ¿Qué queda de aquello? ¿Qué protección jurídica tiene la vida embrionaria si su supervivencia depende de la libre decisión de la madre, de su derecho, eso sí, no fundamental, a decidir su muerte? ¿Qué le importa al embrión que el derecho que le condena a muerte no sea un derecho fundamental, sino parte de la autonomía materna? Todos tienen derecho a la vida, a menos que la embarazada decida otra cosa. Jamás la protección de un derecho fue tan estricta y absoluta.
Pero no todo es cuestión de fondo. También se resienten las formas. La celebración del pleno es irregular porque se denegó la abstención solicitada por la magistrada Concepción Espejel, quien alegó que previamente se había pronunciado sobre la materia objeto del recurso, y con la denegación se cerró el paso a la abstención de otros tres magistrados que se encontraban en la misma situación, entre ellos el presidente Conde-Pumpido, el sentido de cuyo voto es inescrutable hasta para los expertos en las ocas del Capitolio. ¿Qué votará el paradigma de la independencia judicial?
Se extinguen los derechos a la vida, a la libertad y a la propiedad. Pero, ¿qué importa si vivimos la pleamar de los derechos? El jueves tendremos un derecho más. El aborto y la eutanasia colman todas nuestras expectativas. No hay derecho a la vida, pero sí lo hay a la muerte, derecho a morir y a matar, pero no derecho a nacer, al fin y al cabo, el mayor delito del hombre.
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