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03 de mayo de 2024

Vidas ejemplaresLuis Ventoso

La olvidada receta de Mark Knopfler

A lo mejor resulta que nadie tiene toda la razón, venía a decir el veterano músico de la mirada melancólica

Actualizada 10:49

Dire Straits arrasaron en los ochenta y primeros noventa, llegando a vender 120 millones de discos. Sin embargo, nunca han recibido el aprecio de la crítica de cejas altas, esa que saluda como cimas absolutas magnos coñazos como el «Ok Computer» de Radiohead. Pero a medio mundo nos gustan los Dire Straits y Mark Knopfler, a quien daban por medio retirado, pero que vuelve con otro disco elegante y elegíaco.
Mark K. es hijo de un jugador de ajedrez y arquitecto judío húngaro ya fallecido, que escapó de los nazis desde Viena y se casó en Escocia con una inglesa. El músico se considera un «geordie», como llaman a los vecinos de Newcastle, la última gran ciudad inglesa antes de la raya con Escocia. En su día tuve ocasión de entrevistarlo en Londres, en los acogedores estudios British Groove que se hizo construir en Chiswick, separados del Támesis solo por una carretera y donde han grabado hasta los Stones y los Who. Era un personaje tan tranquilo como imaginaba, aunque más corpulento y de grandes manazas. Aquellos ojos claros destilaban un aire tan melancólico que en un momento dado me aventuré a preguntarle si era un hombre triste. Lo desmintió con una sonrisa amable y alegando en su defensa que le encantaban el vino, reírse y jugar a las cartas con su banda en las giras.
Mark Knopfler estudió un año para ser periodista y llegó a ejercer brevemente en su primera veintena como reportero en el Yorkshire Evening Post de Leeds. Luego lo dejó y se graduó en Literatura Inglesa, aunque la guitarra ya lo envenenaba. Aquel día contó que abandonó la prensa porque notó que no tenía vocación («realmente yo no llevaba la tinta en las venas, aunque siento admiración por el periodismo»). Pero conservó el gusto por leer cada día los periódicos. Le pregunté cuál compraba y ofreció una sabia respuesta: «Leo el Guardian y leo el Telegraph. Y después me hago mi propia composición de lugar». Me pareció una respuesta liberal e inteligente. En lugar de encerrarse tras una valla ideológica inexpugnable, ojeaba el diario laborista de referencia y el gran rotativo tory y extraía sus propias conclusiones.
La receta de Mark Knopfler ya no se estila. En Occidente se vive una nueva etapa de radicalización ideológica, que probablemente atiende a dos causas principales: el empeoramiento de la economía de las amplias clases medias, con unos padres que constatan con desasosiego que sus hijos van a vivir peor que ellos; y la irrupción de internet, que ha otorgado una voz pública a todo el mundo y ha vuelto el debate más gritón, más faltón, más rápido y menos argumentativo y documentado (las redes sociales operan como foros de reafirmación de prejuicios, todo envenenado por la incontinencia que fomentan los anonimatos). En España, la dureza de las posiciones ha aumentado también por la necesidad de defenderse ante una situación política insólita, provocada por un oportunista sin escrúpulos y un partido que se creía sistémico y se ha vuelto antisistema.
El cataclismo económico de 1929 y el consiguiente empeoramiento de las condiciones de vida fue el combustible de las ideologías totalitarias de los años treinta, que aspiraban a arreglarlo todo con líderes fuertes, nacionalismo y un corpus dogmático cerrado, inasequible a la duda y con soluciones –milagreras– para todo. Aquello acabó como sabemos, con las peores matanzas de la historia de la humanidad.
Hoy la prosperidad se va mudando a Asia. Los occidentales vemos como nuestro poder adquisitivo real empeora y el suyo aumenta, y cómo la nueva economía digital resulta poco distributiva. La globalización provoca además una sensación de desarraigo entre los olvidados, alejados de las metrópolis pujantes y molestos por el esnobismo de los ciudadanos globales. Muchas de esas personas empiezan a no reconocer su propio país y añoran una nación pretérita e idealizada, que probablemente nunca existió. Sienten que los políticos tradicionales y las élites del «establishment» les faltan al respeto, que se burlan de su «dignidad». Los partidos clásicos del bipartidismo, que se había vuelto tan similares que ya parecían una elección entre la Coca-Cola y la Pepsi, ignoraron ese malestar que se iba enconando. No supieron dar respuestas. Su inhibición fue ocupada entonces por populismos de izquierdas y derechas, formaciones que se erigen en representantes únicos y reales de «la gente» y ofertan soluciones para todo y para todos, amén de recurrir al valor refugio del nacionalismo, caso de los separatismos que sufrimos en España.
El populismo desprecia los valores de la democracia liberal, se presenta como un paladín que lucha contra las élites y se sirve de un líder carismático y fuerte y un márketing político llamativo y rotundo (las «verdades» sin complejos). Los nuevos populismos no presentan ni de lejos la gravedad de los de los años veinte y treinta del siglo XX, porque no abogan por la violencia, ni siquiera plantean abiertamente destruir la democracia, aunque la fustigan, señalando muchas veces con acierto algunos de sus muchos vicios adquiridos. El efecto nocivo de estos movimientos estriba en que las sociedades pueden acabar partiéndose en trincheras. Los puntos de encuentro entre diferentes desaparecen. Donde alguna vez hubo puentes, por frágiles que fuesen, ahora impera algo tan poco cristiano como el odio y la negación absoluta del prójimo que no piensa como tú. En los peores extremos se le niega al adversario su propio derecho a existir, como hace en España el actual presidente del Gobierno, un populista manifiesto, con su lamentable «muro».
Tal vez algún día vuelvan tiempos más serenos, donde se asuma que nadie está en posesión de la verdad absoluta, pues de lo contrario los seres humanos seríamos Dios. El sapientísimo Blaise Pascal se asombraba de que «el hombre es muy capaz de las más extravagantes opiniones» porque «es capaz de creer que está en en la sabiduría natural, cuando en realidad está en la debilidad natural e inevitable».
Quizá retorne el espíritu de Mark Knopfler: escuchar un poco aquí y allá y a partir de ahí elaborar libremente nuestra propia visión, sin orejeras maniqueas cerradas y preconcebidas. Y no estoy hablando de relativismo, que no es eso para nada. Estoy hablando de no pensar solo con las tripas, aunque sea lo que está de moda.
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