Los amigos, las cañitas… la soledad
Una de las muchas mistificaciones de la izquierda actual es vender que los amigos pueden suplir a la familia y la pareja
Hace ya mucho tiempo que el «prisismo» no goza del predicamento que alcanzó durante el llamado «polanquismo», cuando dictaba una especie de canon de la cultura española correcta. La cosa llegó al extremo de que muchos lucían bajo el brazo su somnífero suplemento literario como vitola de yo soy súper cultureta (hoy me temo que no lo leen ni los que lo hacen, y además los periódicos de papel se han convertido en una reliquia).
Pero a pesar de su pérdida de influencia, sigue resultando interesante ojear de cuando en vez el periódico ahora sanchista, porque actúa como petulante altavoz de lo que gusta y disgusta al autollamado «progresismo», que aspira a imponer un modo único de ver el mundo (y aquel que discrepe, facha).
Este fin de semana nos deleitaban con un reportaje que destacaba, en tono de celebración, que los amigos están sustituyendo a la pareja y la familia. Sin embargo, a algunos obtusos y recalcitrantes fachosféricos esa tendencia nos parece una desgracia, porque seguimos creyendo —¡horror!— que no existe mejor hábitat para el ser humano que el del matrimonio y la familia.
Los amigos, las cañitas… y al final, una inmensa soledad. La vida te va enseñando que aquellas máximas que rezongaban nuestras madres y abuelas eran acertadas: «No hay nada como la familia», o «la familia nunca te falla».
En unos tiempos de usar y tirar, el concepto de amistad ha sido banalizado, como casi todo. Un gran amigo supone un regalo extraordinario. Es, como explicaba Cicerón en su tratado al respecto, una persona ante la que disfrutas del rarísimo privilegio de que puedes hablar de todo como si estuvieses contigo mismo. Pero ahora se concede el título de amigo con demasiada prodigalidad. Se aplica la palabra a conocidos con los que se mantiene un trato agradable, a compañeros de trabajo con los que te llevas bien, o a personas con las que se cena de vez en cuando, con risas y sonora francachela una vez que los espirituosos han circulado con alegre largueza y crean su efímero espejismo. Incluso se habla de «amigos digitales», dando por buena la tontolaba pretensión de considerar como tal a aquel que ni tratas físicamente. Amigos de verdad existen pocos. Cuando enfilo el último tercio del camino no creo que tenga más de cinco. El resto son relaciones públicas.
El periódico sanchista destaca como positivo que con los amigos puedes liberarte de las ataduras —deberes, diría yo— a los que te obligan las relaciones laborales, personales y conyugales. Pero esas obligaciones tan cargantes pautan la conducta moral de las personas y forjan las sociedades operativas. Por supuesto la familia y la vida en pareja no son perfectas. Existen familias y matrimonios merecedores de escapar corriendo, imposibles. Pero lo normal es que los lazos familiares, cuando existen, se conviertan en un asidero seguro en todo tipo de circunstancias, felices y dolorosas.
Si pierdes a un ser querido en una población distante, la inmensa mayoría de los amigos desaparecerán en las exequias fúnebres. La familia, no. Un gran amigo me contó que cuando perdió a su madre una amiga suya tomó de inmediato un vuelo trasatlántico para acompañarlo en el velatorio y el entierro, pero eso es la excepción. Los que jamás fallan son los familiares. Parientes que ni recordabas, o que apenas conoces, aparecen de debajo de las piedras para aportar su consuelo en la hora amarga, por una pura lealtad atávica. Si la vida te da un revolcón y te ves convertido en un paria social, casi todos los llamados «amigos» se volatizarán, darán la espantada. Pero la familia seguirá ahí; al igual que en lo más crudo de la enfermedad, que siempre llega.
No soy sociólogo, pero mi teoría es que el culto a la amistad entre los jóvenes españoles —y la juventud llega ahora hasta la cuarentena— atiende a que no quieren asumir compromisos. Un hedonismo supremo, que justifican con la coartada económica, hace que pocos se sometan a la responsabilidad de casarse y tener hijos, de formar una familia. El resultado es que la adolescencia se va prolongando, y con ella, la era de salir con los amigos, antaño más bien propia de la veintena y primera treintena y que ahora se ve ampliada. «El finde», «las cañitas» y «los viajes» llenan un enorme vacío existencial, al que muchas veces se añade el más grande de todos los agujeros: la ausencia de Dios.
Y así se va tirando… Hasta que corre el calendario y un día te ves viejo. Te has convertido en un misógino amargado, solo y egoísta. O en una charo resabiada, que cree que con su perro y sus tres tópicos del feminismo politizado se ha montado una gran vida (hueca). Los momentos de ocio regular con los amigos empiezan a ser el pretérito y se arriba entonces a la fría tundra de la soledad, que en Occidente va cobrando forma de epidemia. Lo cantó muy bien Morrissey, hoy medio cancelado por su giro conservador, en una gran canción de los Smiths al respecto, That joke isn’t funny anymore: «He visto la soledad en las vidas de otros… pero ahora está ocurriendo en la mía». Frente a eso existía un antídoto que se llamaba la familia. Incluso podemos osar a añadirle un adjetivo: la familia tradicional.