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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

Tiempos modernos

Según acumulas años te va embargando la creciente sensación de que el mundo se está volviendo un poco absurdo, por no decir que bastante gili

Act. 08 jul. 2025 - 13:42

Apenas prueba la carne. No es que sea vegetariana, pero no le gusta, prefiere el pescado y las verduras. Sin embargo, el sábado por la tarde, ¡sorpresa!: le entraron las ganas de zamparse un afamado escalope que sirven en un restaurante subterráneo cercano a la plaza de Alonso Martínez, en Madrid.

El local suele estar siempre atestado y como cae cerca de casa me acerqué a ver si había una mesa. La recepcionista hispanoamericana, amable, pero superada por el éxito de público, me aparcó en un rincón, a la espera de su veredicto sobre las reservas. Finalmente llegó su sentencia: sí, tenía un «huequito» para dos a las nueve y media… pero en taburetes y en una mesa corrida con extraños —como si fuese el refectorio de un convento, o el comedor del cole—, y bajo la obligación de desalojar a las diez y media. Es decir, aquello era la tormenta perfecta de todo lo que no me gusta en un restaurante. Pero dada la ilusión escalopista

En principio teníamos una hora de reloj para cenar. No es mucho, pero parecía suficiente. Tardaron más de un cuarto en tomar la comanda. Así que ya solo quedaban cuarenta minutos para resolver. Llegó el mítico escalope, con su huevo, su trufa y su puré de patata, y partimos la circunferencia a medias. Empecé a dar cuenta de mi mitad y la verdad es que estaba muy bueno. Hasta que me vi salpicado por un géiser de vino blanco. En la fatídica mesa corrida nos habían tocado al lado unas animadas niñas estadounidenses (de Colorado, para más señas, según supe luego). Con la alegría del morapio, resulta que la que estaba a mi derecha le arreó un codazo a su copa. Mi escalope quedó sumergido bajo un lago de verdejo. La chica se deshacía en compungidos «sorry, sorry» mientras mi manduca naufragaba.

El maitre tuvo la gentileza de reponer el filete empanado. Pero me lo tuve que ventilar al sprint, pues a las diez y media los camareros comenzaron a indicarnos que nuestro tiempo había terminado. Teníamos que largarnos. Por supuesto en la minuta no hubo atenuante alguno (el habitual estacazo madrileño).

Es un ejemplo más de la gélida máquina crematística en que se han convertido muchos restaurantes de cadena de Madrid, donde los dueños brillan por su ausencia en la sala y el trato es absolutamente impersonal, a cargo de camareros de aquí y de allá, con pinganillo en la oreja y unas frases de cortesía de cliché.

Con lo del doble escalope salí de allí petado. «Podíamos dar un voltio para bajar esto», le propuse. Dimos la vuelta a la manzana bromeando sobre lo sucedido y luego ella me dijo que prefería subir ya a casa. Pero yo, que lo había dado todo, me sentía todavía bastante pesado, así que nos despedimos y seguí caminando un rato. Bajando por Fernando el Santo llegué a la Castellana. Al fondo, hacia Colón, había barrullo. Reparé en que era el día de la olimpiada gay, el famoso Orgullo, y me acerqué a curiosear, a ver de qué iba exactamente aquello. Al pasar por el Ministerio del Interior del Reino de España vi la fachada del histórico edificio decorada con las luces de la inevitable bandera arcoíris, como si fuese un garito LGTB. Al llegar al pie de la calzada vi pasar las «carrozas» de Sumar y del PSOE, y otra de unas tías que se presentaban como «lesbianas provincianas». En una esquina de Colón, vi que el banco de Fainé decoraba también su fachada con los colores arcoíris.

Entre la cena tipo engranaje industrial sin alma y el aire cutrangas del festival gay me fui a la cama pensando que había contemplado en directo el inicio del declive de la civilización occidental. Y me he despertado y sigo pensando lo mismo. Ya ven, un carca irredento (o tal vez solo una persona normal, el tiempo dirá...).

Tal vez les pasa: a medida que vas sumando años te embarga la creciente sensación de que el mundo se está volviendo un poco absurdo, por no decir que bastante gili.

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