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Cosas que pasanAlfonso Ussía

Actos heroicos

Mi roce con la muerte tuvo lugar en 1968. Yo salía con la hija de un remero de Guetaria, una mujer normal, sin pechos alabastrinos o anacarados y torso y espalda de alabastro. El padre, don Prudencio Urruchurtu amaba a su hija con frenesí y no se fiaba de su chicoleo con unas orejas de Madrid

Para ser un héroe no es necesario abrazar a un osito koala distraído y salvarlo del ataque de un feroz canguro. Tampoco es preciso compartir maquillador con la familia del conde de Paiporta, que será ennoblecido antes que Amancio Ortega y Juan Roig. El texto está preparado. «Por liberar con osado coraje a sus sesenta agentes de seguridad, tengo a bien nombrar para él y sus descendientes el Condado de Paiporta, con Bajeza de España, pero conde al fin y al cabo». Mi roce con la muerte tuvo lugar en 1968. Yo salía con la hija de un remero de Guetaria, una mujer normal, sin pechos alabastrinos o anacarados y torso y espalda de alabastro. El padre, don Prudencio Urruchurtu amaba a su hija con frenesí y no se fiaba de su chicoleo con unas orejas de Madrid. Ese hombre tenía una vista de águila, de jerifalte, y como la vida no es siempre portadora nos sorprendió a Pepa –en aquellos tiempos había más Pepas en las Vancongadas que Nekanes–, suavemente abrazados allá donde hoy se halla el Peine de los Vientos de Eduardo Chillida. Un malecón rompiente muy inapropiado para bailar un «aurresku», que ha prometido danzar la fea de Bildu cuando concluya el proceso de independencia, que no va a concluir, según me ha contado Silvia Inchaurrondo, que prefiere el sueldito a la independencia. El remo de Urruchurtu falló en su destino, y yo procedí a iniciar la carrera de huida. Jamás me había visto en situación tan comprometida.

Hasta Ayer.

Ayer me llamó con voz de urgencia uno de mis cuñados. Se había colado en su casa una rata de grandes proporciones. Mi cuñado, al que mucho quiero, estuvo a punto de despeñarme mientras empujaba mi silla de ruedas. Pero no soy rencoroso. Con un amigo cazador, me presenté en su casa, e iniciamos el ojeo del asqueroso bicho. Al fin apareció detrás de un lavaplatos. Me miró como si fuera Urruchurtu y se lanzó contra mi desdichada masa corporal. Cerré los ojos como el capitán Dothebys pocos segundos antes de morir lanceado por un zulú en el valle de Ulundi. Afortunadamente, mi cuñado y su amigo cazador actuaron con rapidez. Recibí unos treinta escobazos y después de una hora de suturas decidí que mi hoja de servicios por la humanidad ha llegado a su fin.

No así mi tristeza.

Me convidó mi cuñado al aperitivo vespertino. Todo eran chirigotas a raudales. Y cuando, después de observar cómo le salvaba la vida con aquella enormidad de roedor salvaje, para borrar las pruebas de su deshonra me soltó por una empinada rampa y a punto estuve de caer en un hondo barranco que, a Dios gracias, se aplana en terraza movediza. Y no hago mención de sus calzoncillos.

Conclusión. Rata que veas, rata a matar. Sin contemplaciones.

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