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Pecados capitalesMayte Alcaraz

Ortiz, el renglón torcido de Sánchez

El salto cualitativo es ese. No hablamos de las lógicas arremetidas contra un poder que escudriña las entretelas más vergonzantes de los políticos, como hicieron Felipe y Rajoy, estamos ante inaceptables ataques que sacuden los pilares del Estado

Los dos partidos que han gobernado España desde 1982 se han tenido que enfrentar a sumarios judiciales que investigaban irregularidades, cohechos, malversación y una nutrida nómina de delitos de corrupción política. Pero nunca un Gobierno había declarado la guerra al poder judicial ni intentado socavar su independencia como el que preside Pedro Sánchez, que ya tiene desde ayer a su fiscal general camino de juicio oral por filtrar datos reservados del novio de Ayuso, fiscal al que el Supremo impone una fianza de 150.000 euros. No le suspende, pero el desdoro y la indignidad de Ortiz es estupefaciente.

El PP y el PSOE de antaño se topaban con casos turbios que –y ya era grave– afectaban a su esfera política: ministros, altos cargos o concejales que eran imputados por distraer dinero público o directamente enriquecerse con mordidas o decisiones prevaricadoras. La diferencia es que al actual titular del Poder Ejecutivo le molestan los jueces, no porque empuren a sus dos hombres de confianza en el PSOE, sino porque han puesto la lupa en comportamientos muy feos de su esfera familiar más cercana: su mismísima mujer y su mismísimo hermano, por no hablar del titular del Ministerio Público.

Todos recordamos cuando Felipe González se quejaba de que la magistratura desclasificara los papeles del Cesid o cuando clamaba contra el «sindicato del crimen», como tildaba el expresidente a los periodistas que publicaban día sí y día también los incesantes escándalos de sus altos cargos. O cómo olvidar cuando Corcuera rechazaba que los jueces paralizaran la controvertida norma que llevaba su nombre, también conocida como «ley de la patada en la puerta». Críticas duras, pero jamás generalizadas, que nunca traspasaron la línea roja de intentar acabar con la independencia judicial en una suerte de operación de acoso y derribo contra los togados, para evitar que realicen libérrimamente su trabajo.

En el caso de Mariano Rajoy, recordemos ese 11 de febrero de 2009, día en el que convocó a la prensa en la sede de Génova, rodeado de la plana mayor del partido, para responder a los primeros arrestos por el caso Gürtel. Entonces, con Zapatero en La Moncloa, el expresidente popular arremetió contra su fiscal general, el ministro Bermejo y el juez Garzón (estos dos últimos, como se pudo constatar documentalmente, compartían cacerías donde organizaban su ofensiva contra el PP). El exmandatario dio nombres, ante lo que consideró una campaña para perjudicar a su formación en las elecciones vascas y gallegas, que estaban a punto de celebrarse. Rajoy salió al ataque citando apellidos de políticos y de un juez, que sería inhabilitado, pero nunca fue al choque contra el poder judicial en su conjunto ni denunció ningún tipo de lawfare. Por eso ayer, dos asociaciones de jueces reclamaron a Pedro que se querelle con nombres y apellidos contras los instructores a los que reprocha su trabajo. No lo hará. Lo intentó con Peinado y obtuvo el rechazo de tribunales superiores. Sabe que no tiene razón.

Esa es la diferencia con el sanchismo. Todos los partidos han tenido sus más y sus menos con los magistrados, pero jamás ninguno llegó al cuestionamiento del sistema. Desde el primer momento, Sánchez ha desafiado a los tribunales aprobando una ley de amnistía, que era una enmienda a la totalidad a la sentencia del Tribunal Supremo, la institución que respondió al golpe de Estado de los separatistas catalanes en 2017. Era el primero de sus pasos para llegar al choque institucional con la magistratura, acusándola de conspirar contra un Gobierno que chapotea en la corrupción política y personal, con el caso del fiscal general, a punto de sentarse en el banquillo, como punta de lanza.

El salto cualitativo es ese. No hablamos de las lógicas arremetidas contra un poder que escudriña las entretelas más vergonzantes de los políticos, como hicieron Felipe y Rajoy, estamos ante inaceptables ataques que sacuden los pilares del Estado. Tener que asistir al inédito espectáculo de un titular del Ministerio Público hablando en nombre de la carrera ante togados que probablemente lo van a juzgar en unas semanas por revelación de secretos es el exponente claro de que hemos tocado fondo. El contundente discurso de la presidenta del Supremo, Isabel Perelló, nos permite tener alguna esperanza sobre la fortaleza de la judicatura frente a las totalitarias cargas de profundidad del Ejecutivo.

Aunque mientras Begoña Gómez, David Azagra y García Ortiz sean investigados, los jueces son el enemigo número 1 para Sánchez. Hoy, con Begoña y su asesora ante Peinado y próximamente con el fiscal general sentado en el banquillo, preparémonos para que el Gobierno en tromba no haga otra cosa que defender los renglones torcidos de Sánchez –de él, de su familia, de García Ortiz–, frente al Estado de derecho y su poder judicial. Con Israel de comodín siempre que haga falta.

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