La sonrisa infalible del gran Robert Redford
Lo que importa es cómo llenaba la pantalla solo con pasearse por ella, sus ideas políticas me dan un poco igual, por no decir que me resbalan
En mi carrera de gacetillero de clase media he tenido la oportunidad de entrevistar a varios presidentes del Gobierno, pero solo una vez he estado cara a cara ante una luminaria de Hollywood. Fue en noviembre de 2015, en una suite de un hotel del Soho londinense, y la diva era la espléndida actriz australiana Cate Blanchett. Presentaba una película de periodistas, titulada La verdad, donde compartía cartel con Robert Redford, y te daban diez minutos para hablar con ella.
Blanchett llevaba la cara lavada y era tan pálida y tan hermosa como en la pantalla. De personalidad, me pareció más cercana a la nerviosa protagonista del Blue Jasmine de Woody Allen que a la fría y majestuosa princesa elfa del Señor de los Anillos.
Me preguntó amablemente qué me parecía la película. Y aunque me cargan las historias de periodistas, porque sé por experiencia que el oficio es rutinario y nada heroico, mintiendo venialmente le respondí que «muy bien». Más tarde cometí un error táctico. En un momento dado, le comenté que veía a Redford, por entonces de 79 tacos, bastante acartonado para el rol que desempeñaba en la historia. Me cabe el honor de decir que fui regañado por la mismísima Cate Blanchett. Bastante cabreada, incluso con la vena del cuello levemente inflamada, me recordó que «Robert es una institución, alguien que está dentro de la cultura americana, así que, ¿cómo puedes decir eso de él?».
Salí pensando que en la vida real, la etérea Cate B. había resultado un poco charo. Pero ahora, pasados los años, creo que ella tenía razón y que yo fui un bocazas: Robert Redford fue, en efecto, una institución del cine del siglo XX, y por lo tanto de su cultura.
El gran periodista italiano Eugenio Scalfari conversó en 1996 con dos titanes de la escena italiana del siglo XX, Vittorio Gassman, entonces de 74 años, y Marcello Mastroianni, de 72. Se trata de una entrevista extraordinaria, porque dos grandísimos intérpretes desmitifican con sinceridad su profesión y sueltan unas sencillas verdades que les vendría muy bien escuchar a bardenes, tosares y otras hierbas. Venían a decir que se puede ser un formidable actor y un zote o una medianía fuera de las tablas. Por eso para mí las opiniones políticas de nuestro artisteo valen más bien cero.
En un momento dado, Scalfari pregunta a Gassman qué efecto anímico le provocó su último rol, el de un anciano hosco y solitario. La respuesta del actor es antológica: «Ningún efecto en especial. Mire, para un actor un papel es parte de su oficio. Entras en él y luego sales con naturalidad». Mastroianni aplaude el apunte de su amigo y colega: «Muy bien dicho, Vittorio. Esa historia de vivir el personaje a fondo se ha convertido en un chanchullo para ganar dinero. Yo estudio el guion un par de días, recito mi parte y se acabó».
Gassman continúa desmitificando: «Le parecerá raro –explica al entrevistador–, pero un actor es como una caja vacía, y cuando más vacía, mejor. El actor no debe ser especialmente culto, ni siquiera inteligente». Los dos viejos leones se acuerdan entonces de una enorme actriz napolitana, Rina Morelli, musa del exquisito esteta Visconti. «La Morelli era perfecta, finísima, nunca un tono o un registro equivocado. ¿Y cómo era la Morelli fuera del trabajo? Díselo tú, Vittorio». Gassman responde con una sinceridad casi cruel: «Una cretina, una caja vacía, como todos nosotros».
Me encanta Robert Redford, el simple hecho de verlo aparecer deambulando por la pantalla. No creo que fuese un actor de la calidad y registros de su compinche Paul Newman, pero llena la escena con su apostura viril y rinde hasta a las papeleras del entorno cuando enchufa su sonrisa infalible. A Redford le pasa como a Van Morrison con el cante, que lograría conquistarnos hasta entonando los nombres de la guía de teléfonos de Belfast. Redford albergaba ese don inaprensible de los dos monstruos italianos que he citado, el mismo que poseían Bogart, Katharine Hepburn o Cary Grant. El que tenían nuestros compatriotas Juan Diego o Fernán Gómez. El que poseen Victoria Abril o Javier Bardem (aunque luego estén mejor callados fuera del plató).
Robert Redford contaba además con buenas neuronas, como acreditó en sus escasas, pero finas, películas como director (Quiz Show es muy buena). Era un solitario enigmático, amigo de los espacios abiertos. Un pionero del ecologismo que eligió las montañas de Utah para afincarse. Y un suave y pertinaz izquierdista, aunque con suficiente tolerancia para apoyar alguna vez a candidatos republicanos que le gustaban. Pero todo eso es secundario. Lo importante era la magia que irradiaba la pantalla. Gozaba de lo que el carismático periodista televisivo español Jesús Hermida llamaba «el ok. de la cámara». Le ocurría, a menor escala, como al imponente Marlon Brando, que pasado de kilos y corto de reflejos seguía parando los relojes y concitando toda la atención solo con sentarse en una banqueta y mirar fijamente a la cámara.
Le agradecemos muchos buenos momentos de cine a Robert Reford, que ya estará jugando al póquer con Paul Newman en la cantina de San Pedro, haciendo alguna trampa entre risas y copillas. Este fin de semana revisaremos alguna de nuestras dos películas favoritas del personaje: Las aventuras de Jeremiah Johnson o Brubaker.