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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

El médico del amor y el desamor

Es uno de los misterios de la condición humana: mientras dura el fervor todo pasa a segundo plano y si la pasión no es correspondida, nada alivia el sufrimiento

Act. 13 sep. 2025 - 10:24

Sobran temas de política, empezando por una izquierda que bloquea la Vuelta en defensa Gaza, tomando así partido de hecho por Hamás, pero que no tiene una palabra ante un dictador implacable que ha armado una escabechina en Ucrania y amenaza las fronteras de la UE. Pero como es sábado, vamos a concedernos una tregua y ocuparnos de otras cosas de la vida. Una materia eterna de la que se seguirá hablando cuando los protagonistas políticos de hoy reposen ya bajo la polvareda de la Historia.

Con una sonrisa entre apenada y divertida, una querida familiar me cuenta los sufrimientos veraniegos de uno de sus chavales. El asunto es todo un clásico, algo que casi todos hemos vivido: al muchacho, que es estupendo, lo ha dejado su novieta, que para más señas era la primera de su existencia. Deambula lánguido, tristón, como si estuviese aquejado de una pena que jamás se desvanecerá. En esta hora no existen palabras que puedan consolarlo. Y sin embargo, llegará un día en que recordará a la chica que lo ha desairado y sus pesares con cariño y cierta morriña.

No son solo los chiquillos que estrenan los senderos de la vida quienes sufren la embestida imprevista del amor, que es el combustible de la mayoría de las canciones y poemas –los buenos y los malos–, la dicha que hace secundario todo lo demás mientras dura la obnubilación, y la fuente de un tormento sin cura si pasión no se ve correspondida.

Hombres y mujeres mayores y poderosos se emparejan encandilados con personas mucho más jóvenes, como si el roce con la lozanía pudiese alejarlos del declive, que al final se llama siempre enfermedad y muerte, en un tic tac del reloj que resulta estremecedor si se borra a Dios. Buscan una penúltima pulsión erótica, una suerte de pacto fáustico... Buscan un imposible. Pero siguen intentándolo...

Desde Petrarca a Bob Dylan, pasando por Shakespeare y Cervantes, todos los grandes artistas se han ocupado del misterio del amor. En una de sus grandes películas, Las consecuencias del amor, Paolo Sorrentino contaba la historia de un soporífero contable de la mafia, que sucumbía de manera imprevista a una pasión loca por una camarera de hotel. La historia acaba fatal, con la Cosa Nostra enterrándolo vivo en un bloque de cemento fresco por un desliz en que había incurrido en favor de su amada. Pero el enamorado asume el precio mortal impertérrito. El paréntesis de dicha que ha vivido le compensa tan horroroso final.

En literatura, tal vez el gran médico del amor es el francés Marcel Proust. A pesar de su extravagancia manifiesta, supo ver como casi nadie todos los meandros del complicado, del inexplicable, corazón humano. El explorador del tiempo perdido constituía un sujeto sin par. Cuando sus ilustres padres quisieron meterlo en la rueda y lo enviaron a estudiar Derecho a la Sorbona para hacerlo diplomático, Marcel suspiraba espantado: «Jamás he llegado a concebir algo tan horripilante como un bufete de abogados».

Proust, que se permitía vivir de la sopa boba del capital paterno, se convirtió en una suerte de diletante. El mundo no sabía que 'le Petit Marcel' llevaba dentro un monumento literario imperecedero. De familia judía, bisexual e hipersensible, sufría el lastre de una pésima salud, con agudísimas crisis asmáticas. Era un esnob al que esperaba la guadaña con solo 51 años, destrozado por el asma, por sus horarios a contrapelo y sus dietas imposibles. Días y días sobreviviendo solo con leche caliente, fruta en compota y café. Al alba, Veronal en exceso para cazar el sueño. A la caída de la tarde, cuando se despertaba, cafeína en jarras para espabilarse y escribir en el encierro de su mítica habitación forrada de corcho, antes y después de mariposear por los salones de París. Marcel escribe en una agónica contrarreloj contra su débil biología. Tiene que acabar como sea su impresionante tratado irónico sobre el amor, los celos, la memoria y la espuma de la vida y lo que realmente encubre.

En el primer libro de En busca del Tiempo Perdido, Proust nos cuenta el tortuoso y sorprendente amor del refinado caballero Charles Swann por Odette de Crecy, que era lo que la alta burguesía llamaba un 'demi-mondaine', una sirvienta (o meretriz, según las lenguas afiladas). Swann, rico y erudito en arte, posee un gusto elitista y es un conversador encantador y comprensivo. Odette encarna la vulgaridad, solo con cierta gracia para ataviarse. No resulta especialmente hermosa y en la lotería de la inteligencia le ha tocado un premio chico. Pero Swann enloquece por ella. Los celos lo carcomen. Andando el tiempo, cuando la relación ya se ha extinguido, el propio Swann se asombra de cómo se pudo haber enamorado de ella tan desesperadamente: «¡Cada vez que pienso que he malgastado los mejores años de mi vida, que me quise morir, que sentí el mayor amor de mi existencia por una mujer que no me gustaba, que no era mi tipo!».

Pero mientras el torbellino del amor está en acción los argumentos del buen juicio quedan en suspenso. Ni siquiera aportan consuelo los textos de Proust, del que han robado ideas hasta los fofos e inanes manuales de autoayuda. Mientras dura el fervor ningún bálsamo alivia la llaga, aun sabiendo que todo se verá baladí cuando desde la lejanía de los años se observe por el retrovisor la pasión ya olvidada (aunque también existen las que jamás se olvidan, que adoptan la forma de una melancolía profunda e incurable; o las que derivan en un amor tenue, pero perenne).

Leonard Cohen, otro galeno del corazón, al que un día en Londres tuve el honor de dar la mano, susurraba con su voz de barítono que «no hay cura para el amor». Frank Sinatra, lamiéndose las heridas tras perder a Ava Gardner –que murió con la foto de Frankie en su mesita de noche– cantaba que «estoy muy bien sin ti». Pero su fraseo revela que está mintiendo. Cervantes, siempre risueño en sus desdichas, nos animaba a la esperanza: «Nunca piense que su amor es imposible y nunca diga 'yo no creo en el amor'. La vida siempre nos sorprende».

El atropello siempre puede estar a la vuelta de la esquina. Y nadie se encuentra a salvo. Dios nos fabricó así.

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