Vara
Acaso en el deterioro de la salud de Vara se esconda la mejor metáfora de la metástasis terminal que devora a una izquierda pronacionalista, vendida a unos xenófobos por el pacto fáustico de un enfermo de ambición
Cuando se leían libros escritos por políticos para entender la política y no para golpear y hacer un chichón a los diferentes, cayó en mis manos Rompiendo cristales: treinta años de vida política, las memorias de Juan Carlos Rodríguez Ibarra. El expresidente extremeño contaba con detalle en ese libro cómo en 2005 le sobrevino un infarto agudo de miocardio estando alojado en un hotel de la calle Princesa, de Madrid, próximo al hospital Clínico San Carlos. Allí esperaba para participar en el Debate sobre las Autonomías que se celebraba en el Senado. Cuando sintió los primeros dolores llamó a su consejero de Sanidad, Guillermo Fernández Vara, que pernoctaba en una habitación contigua. Lo hizo porque al otro lado del teléfono estaba no un político al uso sino un médico forense –los informes más estremecedores de la matanza de Puerto Hurraco llevaban su firma–, que además era su amigo. Vara le pidió que le informara de los síntomas que sentía. Cuando los conoció llamó inmediatamente a una ambulancia. Después Ibarra contó que esa rápida decisión de Guillermo le salvó la vida. A él se la debía.
Hoy ese médico metido en política ha muerto. Joven. Con 66 años. Se lo ha llevado un cáncer que devoró su físico, como a otro superviviente de Sánchez, Javier Lambán, pero la política ya les había comido. Esa política que alguien definió como una madrastra sin entrañas los extinguió. «Llámalo y dile que es un impresentable», ordenó Sánchez a Ábalos cuando el extremeño fallecido, al que denominaba «petardo», no terminaba de plegarse en 2020 a los presupuestos que el presidente había pactado con Bildu. Incluso añadió el jefe de Moncloa: «Lamentable. Falta de solidaridad. Luego bien que pedirá recursos de esos PGE». Como si las cuentas públicas fueran de su coleto, para premiar a sumisos o castigar a infieles. Por entonces, como ahora, Sánchez abría y cerraba el grifo en función de que los barones socialistas apretaran filas con él.
Es verdad que del dirigente fallecido se pueden recordar también momentos de claudicación. En toda obra humana hay claroscuros difíciles de obviar, pero creo que el expresidente extremeño, por encima de todo, fue un buen hombre que quería a España y se identificaba claramente con los valores constitucionales. Cuando Pedro se negó a abstenerse en la investidura de Rajoy, Vara advirtió que el hoy Sumo Líder se iba a cargar el partido; resultado: tuvo que salir escondido en el maletero de un coche, porque lo quisieron apedrear en Ferraz. Ese fue un gesto de dignidad que anticipaba que el PSOE moriría, y con él nuestro país. El día en que sus compañeros, a cambio de una nómina pública, votaron la ley de amnistía, ese botón verde acabó con las viejas siglas que tanto amaba Guillermo (de las que hoy solo queda la P de partido, en toda la extensión de la palabra), el cabal socialista que sostenía que un extremeño no es más que nadie, pero tampoco menos que un catalán.
Acaso en el deterioro de la salud de Vara se esconda la mejor metáfora de la metástasis terminal que devora a una izquierda pronacionalista, vendida a unos xenófobos por el pacto fáustico de un enfermo de ambición. El barón extremeño todavía añoraba la España de las autonomías diseñada en 1978 y calcinada por la intolerancia a la frustración de un hombre. Que Vara callara en sus últimos años frente a las tropelías que fue acumulando Sánchez le costó no revalidar su puesto en 2023. Esa campaña electoral ya la protagonizó con la enfermedad enroscada a su cuerpo, y seguramente no ayudó la desazón por un tiempo oscuro y cainita.
Fue un hombre de consenso; de sonrisa rápida; de corteses formas. De bonhomía frente al adversario político. Eran adversarios no enemigos, decía. Más allá de sus contradicciones, de los vaivenes a los que obligaba un partido arrasado por un autócrata que dinamitó los matices y las disidencias, Fernández Vara entendió la política con la frialdad precisa de un cirujano, pero con el apasionamiento de un abnegado servidor público. A la prensa la respetó. Y a los jueces. Y a los contrincantes. Compárenlo con el partido que dice hoy llorarle.
Sánchez dinamitó todo, incluso la estrecha relación de Vara con Ibarra, amistad que, no obstante, sobrevivió a su manera. Destruyó hasta ese nexo de honradez de dos presidentes autonómicos. Un día de 2008 uno salvó al otro, cuando se reunían en el Senado para hablar del futuro de las autonomías. De todas. Qué tiempos. Ahora el Senado tiene su sede en Suiza y solo se habla de cómo esquilmar lo que es de todos para engordar la faldriquera de unos pocos. No era un impresentable ni un petardo (sépanlo los señores Sánchez y Ábalos ahora que corren a colgar tuits de despedida). Era un político que renunció a atacar a media España y a demoler las instituciones. No ha sido poco. Descanse en paz el doctor, y a ratos político, Fernández Vara.