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VertebralMariona Gumpert

'Liberalismo y fe' o las simplificaciones peligrosas

El cristianismo no se juega su futuro en su oposición frontal al orden de libertades contemporáneo, sino en su capacidad para fundamentarlo de nuevo sobre una antropología verdadera. No necesita menos libertad. Necesita más verdad

Hace unas semanas, Julio Llorente publicó en La antorcha un artículo titulado 'Liberalismo y fe'. Dicho texto induce a una confusión grave entre los católicos que merece ser señalada, pues defiende una incompatibilidad esencial entre nuestra fe católica y nuestro marco jurídico y político. Proyecta, además, una imagen de la Iglesia difícilmente conciliable con su magisterio reciente. De esta manera, se desorienta a los creyentes en su juicio sobre la vida pública y empobrece el debate cultural. Desgranar estos errores resulta necesario para no combatir en escenarios ficticios, sino allí donde realmente se juegan los desafíos de nuestro tiempo.

Enumeraré los errores del artículo para facilitar su lectura.

1. Convertir el diagnóstico en caricatura

El artículo describe con bastante fidelidad algunos rasgos de la cultura contemporánea surgida en el contexto del liberalismo tardío: el primado absoluto del yo, la autodeterminación erigida en dogma, la desvinculación entre libertad y verdad, la sospecha sistemática hacia toda norma objetiva.

Llorente simplifica, al máximo, de forma que el liberalismo deja de ser un conjunto plural de tradiciones políticas para convertirse en una especie de sujeto moral unificado, responsable de todos los males contemporáneos. Con ello pasa por alto un hecho decisivo: muchas de esas derivas no proceden directamente del liberalismo como tal, sino de ideologías posteriores –de signo identitario, constructivista, poshumanista, ideología woke, ecologismo político o animalismo ideológico– que nada tienen que ver con el liberalismo en su origen, aunque hayan prosperado en el espacio que el propio liberalismo permite. La raíz última de este problema la abordaré más adelante.

Esta operación intelectual, tan eficaz retóricamente como pobre en rigor, convierte una descripción de efectos en una condena de esencias y, con ello, desfigura el diagnóstico del problema que pretende combatir.

2. Ignorancia del marco eclesial

El artículo razona como si la Iglesia no hubiera reformulado profundamente su relación con la libertad, el Estado y la sociedad plural a lo largo del siglo XX. Hoy la doctrina católica afirma simultáneamente tres cosas inseparables: que la libertad sin verdad ni caridad es insostenible, que el mercado sin límites morales se vuelve inhumano y que la libertad civil y política es un bien que debe ser preservado.

El texto asume las dos primeras, pero omite sistemáticamente la tercera, sin reconocer en ningún momento el valor propio de la libertad civil y política como bien a preservar. Esta no es la posición de la Iglesia, sino una lectura ideológica que sitúa a los católicos en una relación de hostilidad permanente con el marco histórico en el que hoy están llamados a vivir y evangelizar.

3. Una crítica que apaga más luces de las que enciende

Aunque el artículo no formula explícitamente un modelo alternativo ni una propuesta política concreta, su modo de plantear el problema –como una incompatibilidad de principio entre liberalismo y fe– cierra de hecho la posibilidad de toda reforma interna del orden liberal y empuja el debate hacia una lógica de sustitución global. Al presentar el liberalismo como intrínsecamente viciado, el texto desactiva cualquier intento de corrección desde una visión cristiana. Cabe entonces preguntarse cuál sería la alternativa: ¿vincular de algún modo fe y poder?

Ya sabemos cómo acaba la historia cuando se olvida que su reino no es de este mundo. Siempre que la Iglesia se ha ligado en exceso a un régimen político, ha pagado un precio alto: pérdida de credibilidad, instrumentalización, persecución, descrédito moral. El orden de libertades moderno –con todos sus déficits– ha sido, precisamente, el marco en el que la Iglesia ha podido predicar sin tutela estatal, organizarse sin dependencia del poder y expandirse en libertad. Ignorar estos hechos es una forma de miopía histórica.

No hay que olvidar que este tipo de discursos presentan la fe católica como intrínsecamente incompatible con la libertad civil, el pluralismo jurídico o la autonomía de conciencia, algo que no sólo no es cierto, sino que perjudica seriamente la imagen de la Iglesia. Se refuerza así el retrato que sus adversarios desean imponer: el de una institución esencialmente hostil a la libertad. De este modo, un discurso que pretende ser apologético termina funcionando como argumento perfecto para los detractores del catolicismo.

4. El exceso de forma y la falta de fondo

A lo anterior se añade un problema igualmente serio: un estilo argumentativo más atento a la brillantez expresiva que a la solidez lógica del razonamiento. El artículo hace un uso constante de oposiciones tajantes, definiciones monolíticas, citas sacadas de contexto y asociaciones retóricas más sugerentes que demostradas.

Todo ello envuelto en un registro de apariencia teórica que sustituye con frecuencia la demostración por la sugerencia. Este tipo de discurso resulta dañino por el efecto que produce: puede inducir en muchos lectores la impresión de que se está ante una crítica de mayor hondura doctrinal de la que tiene.

5. El problema no es la libertad individual, sino su desvinculación de la verdad

El núcleo de la crisis contemporánea no es la existencia de libertades civiles, sino la ruptura con la antropología que les daba sentido. Cuando desaparece la noción de naturaleza humana, cuando la dignidad deja de remitir a un orden recibido, cuando la libertad se redefine como pura autoafirmación, las libertades dejan de ser camino y se convierten en factor de desorientación y de pérdida de sentido.

Esto es un riesgo inherente a la condición libre del hombre, asumido por Dios al crearlo, no una invención del liberalismo. Esta crisis no se resuelve suprimiendo la libertad individual querida por Dios, sino restituyendo su significado y recordando a la sociedad que no todo lo posible es humano, que no todo lo elegido es bueno, que no todo lo deseado es digno.

6. El inciso decisivo: libertad y antropología

Aquí conviene introducir la matización central que el artículo 'Liberalismo y fe' omite por completo: el liberalismo no nace ex nihilo, sino dentro de una cultura ya estructurada por categorías de raíz cristiana (dignidad, conciencia, ley natural, límite al poder o igualdad moral).

El primer liberalismo fue viable –con sus límites– porque vivía aún de ese humus moral heredado. El problema surge cuando se emancipa de ese suelo antropológico: cuando la dignidad depende solo de la voluntad, los derechos de la decisión y la libertad pierde referencia al bien, el sistema entra en contradicción consigo mismo. Por eso puede decirse que el liberalismo sin una antropología firme lleva en sí el germen de su autodestrucción.

La tarea inteligente para los católicos hoy no es demoler el marco liberal, sino recordarle los presupuestos antropológicos que lo sostienen: que existe una naturaleza humana, que hay bienes objetivos, que la libertad no se crea a sí misma, y que los derechos descansan sobre un orden previo que no depende del consenso. Todo esto, lejos de ser un gesto antiliberal, es el único modo de salvar lo mejor del liberalismo de su propia deriva.

Conclusión

El artículo 'Liberalismo y fe' acierta al identificar una crisis real del sentido de la libertad y del bien en nuestras sociedades. Pero yerra gravemente al confundir efectos históricos con esencias doctrinales, al transformar una crítica moral en una condena política global, al sugerir una salida implícitamente regresiva y autoritaria, y al adoptar unos modos argumentativos que, bajo apariencia de profundidad, confunden más de lo que esclarecen.

El cristianismo no se juega su futuro en su oposición frontal al orden de libertades contemporáneo, sino en su capacidad para fundamentarlo de nuevo sobre una antropología verdadera. No necesita menos libertad. Necesita más verdad. Y la verdad —como enseñó siempre la Iglesia— no se impone por choque cultural ni por ropajes pseudointelectuales, sino por su capacidad de iluminar la vida concreta de los hombres.

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