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19 de abril de 2024

Editorial

El Constitucional y la vida

Los magistrados han de decidir ya con la altura que cabe esperar de los custodios de los derechos constitucionales. Y no hay ninguno mayor que el de proteger la vida

Actualizada 10:48

El Tribunal Constitucional deberá decidir sobre el recurso contra la Ley del Aborto, legislación promovida por la ínclita ministra Bibiana Aído desde el Gobierno de Zapatero hace ya doce años; dentro de dos meses, justo antes de la renovación prevista en el órgano, tal y como ha revelado El Debate en las últimas horas.
Sorprende, ya de entrada, que un asunto tan crucial, relativo a la esencia misma del ser humano, requiera de un plazo tan prolongado para dirimirse: los magistrados del TC no están para actuar en función de atmósferas políticas ni intereses ideológicos; sino para hacerlo con arreglo a las garantías exigibles en un Estado de Derecho donde no todo lo legalizado por la política es necesariamente legal.
La larga espera al recurso que en su día interpusieron cincuenta diputados del PP es, en sí mismo, un abuso inaceptable: en ese tiempo se ha consolidado una «cultura antivida» que, además de su inhumanidad, le ha facilitado a los sucesivos Gobiernos desatender sus responsabilidades más elementales.
Porque les ha resultado mucho más sencillo, sin duda, favorecer la cruel interrupción del embarazo que ayudar a las madres a serlo, acompañándolas en un viaje maravilloso para ellas e imprescindible para la sociedad: sin niños, simplemente, no tenemos futuro.
Desde que en 2010 se aprobara una ley que presentó como una fiesta lo que es un drama inmenso, en España se han practicado cerca de 100.000 abortos anuales: la cifra conjunta espeluzna y lanza un desafío a la sociedad en su conjunto. ¿Se puede permanecer impasible ante la evidencia de que, en doce años, hemos asistido a la pérdida de más de un millón de bebés sin hacer nada al respecto?
A esa pregunta, que es jurídica pero también moral, debe responder el Tribunal Constitucional, en plena ofensiva política por aumentar la cultura de la muerte: desde la legalización de la eutanasia hasta la persecución de los grupos provida, objeto de una reforma legal ad hoc para penalizar el rezo frente a las clínicas que se lucran con el aborto; todo ha ido en la dirección de consolidar un exceso nihilista e inhumano para presentarlo como un avance social.
Los magistrados se enfrentan, por ello, a un asunto capital que deben resolver con la decencia que se les supone en sus cargos; sin miedo a las críticas que recibirán de quienes festejan la muerte y con la altura que cabe esperar de los custodios de los derechos constitucionales. Y no hay ninguno mayor que el de proteger la vida.
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