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02 de mayo de 2024

El observadorFlorentino Portero

El pulso polaco

El Gobierno de Varsovia está desmontando sistemáticamente las instituciones democráticas, hasta el punto de ser hoy una de las mayores preocupaciones de las autoridades europeas. Nadie considera que el Tribunal Constitucional haya actuado de manera profesional ¿Nos veremos obligados a expulsar a Polonia?

Actualizada 02:24

A instancia del Gobierno polaco, el Tribunal Constitucional de aquel país ha dictaminado que dos artículos del Tratado de la Unión Europea son inconstitucionales, es decir, contrarios a la ley fundamental polaca. El tema no tendría por qué ser preocupante. La Unión Europea no es un Estado. La soberanía reside en los Estados miembros. Éstos, libremente, pueden ceder el ejercicio de determinadas competencias a las instituciones de la Unión Europea. El Parlamento polaco votó en su momento a favor de las cesiones que hoy se cuestionan. Si el Tribunal Constitucional ve un problema jurídico, el Parlamento, a instancias del Gobierno, deberá modificar la Constitución o reconsiderar su vinculación a la Unión Europea.
El problema, sin embargo, estriba en que no nos encontramos ante una cuestión jurídica sino una inequívocamente política. Un litigio que viene de atrás, que lleva tiempo irritando a las autoridades europeas y que animó hace unos días a Donald Tusk, líder de la oposición y anterior presidente de la Comisión, a advertir que el Gobierno polaco estaba en línea de colisión con la Comisión, pudiendo acabar el choque con la salida de Polonia de la Unión.
Si queremos entender el fondo de la cuestión conviene retrotraernos unos años atrás, cuando los Estados europeos tuvieron que enfrentarse a decisiones de calado sobre su propio futuro, asumiendo riesgos con plena consciencia. La entonces Comunidad Europea estaba trabajando en establecer una política económica y monetaria común, como natural desarrollo del proceso hacia un mercado único. Aquello implicaba entrar de lleno en terrenos de soberanía. Era, como entonces se afirmó, avanzar hacia una «Europa política». Cuando la situación estaba madura surgió lo inesperado, el derribo del Muro de Berlín, antesala de la descomposición de la Unión Soviética. La Guerra Fría tocaba a su fin. Un nuevo tiempo comenzaba.
La Comunidad Europea estaba dispuesta a profundizar su unión. Era el momento óptimo para ese formidable paso adelante. Pero ¿qué hacer entones con los Estados que se estaban liberando del yugo soviético? Una parte de Europa recuperaba su independencia y llamaba a la puerta de la Comunidad. Era de justicia atender su demanda, acompañándolos en el proceso de transformación de sus economías y sistemas políticos y, en el momento en que fuera posible, incorporarlos plenamente. Más aún, desde la perspectiva de la seguridad resultaba peligroso dejarlos a su albur, pues en muchos casos carecían de tradición democrática y sí autoritaria o totalitaria.
El pulso polaco 8/10/21

Lu Tolstova

Profundizar o ampliar, ese era el dilema al que se enfrentaban aquellos dirigentes políticos, entre los que destacaban figuras como Helmut Kohl, François Mitterrand o Margaret Thatcher. Nadie discutía las razones que aconsejaban profundizar en la unión, para poder llegar a disponer de una moneda común, o para ampliar el número de miembros, superando una división impuesta y logrando la ansiada cohesión continental. Sin embargo, eran muchos, fuimos muchos, los que alertamos sobre la dificultad de afrontar ambos procesos conjuntamente. No estaba claro que las costuras del proceso de integración soportaran las tensiones derivadas de objetivos tan ambiciosos.
El problema básico era y es cultural. Es decir, afecta a los cimientos del edificio. Unir políticamente a Estados cuyas sociedades han vivido experiencias distintas, que tienen diferentes perspectivas de lo que debe ser un Estado de derecho, que han sufrido de manera desigual los efectos de la crisis de la Modernidad, que se sienten cuestionados por amenazas no compartidas… es garantía de incomodidad y, finalmente, de enfrentamientos políticos. Cuando aprobamos el Tratado de Maastricht éramos perfectamente conscientes de este problema y descontamos las crisis que se sucederían en el tiempo. Si se asumió el doble reto de profundizar y ampliar fue porque aquellos dirigentes concluyeron que no había opción, que ninguno de los dos procesos se podía detener.
Las sucesivas crisis económicas, la Gran Depresión de 2007 y la provocada por la pandemia, han obligado a la Unión Europea a avanzar en el desarrollo de la política económica y monetaria. Gracias a ello hemos sorteado las consecuencias más dolorosas de ambas situaciones. En paralelo hemos avanzado en una mayor integración política e ideológica. El vértigo originado por este arco de crisis junto con el rechazo a determinadas políticas que cuestionan valores y tradiciones está en el origen de que en toda Europa hayan surgido nuevas formaciones políticas, algunas de las cuales rechazan a la Unión o critican que ésta haya asumido competencias que algunos consideran que no le corresponden. Esto no nos puede sorprender, porque era inevitable. Estaba en el guión de Maastricht.
El actual Gobierno polaco pertenece al grupo de los que, desde posiciones nacionalistas, cuestiona el desarrollo de la Unión. Está en su derecho y dispone del apoyo de una parte importante de su ciudadanía. También tiene razones para desconfiar de la relación de los dos Estados más representativos de la Unión, Alemania y Francia, con Rusia, su indiscutible amenaza. Sin embargo, el problema va más allá. El Gobierno de Varsovia está desmontando sistemáticamente las instituciones democráticas polacas, hasta el punto de ser hoy una de las mayores preocupaciones de las autoridades europeas. De hecho, nadie considera que el Tribunal Constitucional haya actuado de manera profesional ¿Nos veremos obligados a expulsar a Polonia? ¿Cómo hacerlo? ¿Planteará Polonia su retirada?
Por ahora la Comisión tiene congelada la entrega de los cuantiosos fondos de recuperación, a la espera de que Polonia rectifique algunas de sus políticas. No estamos ante una cuestión jurídica, sino ante un pulso político de incierto final. 
Florentino Portero es profesor de Historia en la Universidad Francisco de Vitoria
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