¿Hacia una república por la puerta trasera?
Hay quienes piensan que los procesos revolucionarios necesitan de violencia. El revolucionario profesional sabe que hay caminos alternativos más sinuosos pero igualmente eficaces para subvertir el orden establecido
El procedimiento de reforma constitucional es muy complejo: su proyecto debe ser aprobado por una mayoría de tres quintos de cada una de las Cámaras y, una vez aprobado, ha de ser sometido a referéndum cuando así lo solicite, en determinado plazo, una décima parte de los miembros de cualquiera de las Cámaras.
A la vista de las dificultades que plantea lo anterior, los indeseables aliados de Pedro Sánchez –ERC, Bildu, BNG, JxCat, PdeCAT y la CUP– han presentado un paquete de enmiendas conjuntas al proyecto de Ley de Memoria Democrática en las que exigen la supresión del título de Rey de España, así como la de todos los privilegios y prerrogativas personales y familiares que conlleva. Dicha enmienda ni siquiera debería ser aceptada a trámite por lo que establece el artículo 56.2 de la CE («…su título es el de Rey de España y podrá utilizar los demás que correspondan a la Corona»).
Escrito lo anterior, esas dificultades para una reforma constitucional no deben hacernos caer en una ingenua confianza ya que, por un lado, se intensifica y acelera el expreso propósito de caminar hacia una nueva república (o restaurar la malhadada segunda) por fuerzas parlamentarias que apoyan al Gobierno y, por otro, no hay que olvidar que desde 1812 ninguna Constitución española se ha reformado o derogado de acuerdo con sus preceptos, con la única excepción de la de las Leyes Fundamentales del Régimen de Franco, cuya reforma, («de la ley a la ley» vía Ley de Reforma Política) dio paso a la Transición y a la vigente Constitución; eso es, justamente, lo que esa fatídica Ley de Memoria Democrática pretende borrar declarando ilegítimo el origen y la base misma de nuestro ordenamiento constitucional, abriendo una puerta trasera torticera para una fraudulenta operación pseudojurídica plagada de sofismas.
Los aliados de Sánchez han venido advirtiendo que nuestra Constitución no debe ser reformada porque lo que se precisa es una nueva: argumentan que la restauración de la Monarquía tiene su origen en normas de la dictadura franquista, concretamente en las de la Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado de 1947, que establecía que el Estado español volvía a ser un Reino y que el Jefe del Estado podría «proponer a las Cortes la persona que estime deba ser llamada en su día a sucederle, a título de Rey o de Regente». Así, en 1969, Franco nombró a Juan Carlos de Borbón como sucesor a título de Rey y en noviembre de 1975 pasó a desempeñar como tal la Jefatura del Estado.

Al no derogar la Ley de Memoria Histórica zapatérica, Rajoy no cayó en la cuenta de que se trataba de la piedra angular de un proyecto revolucionario larvado tendente a deslegitimar el régimen constitucional surgido de la Transición; debió pensar erróneamente que la norma tenía más que ver con aspectos intrascendentes o folclóricos que con los de su auténtica finalidad. De aquellos polvos, estos lodos.
Hay quienes piensan que los procesos revolucionarios necesitan de violencia, disturbios callejeros y derramamiento de sangre. Inútil decir que están muy equivocados. El revolucionario profesional sabe que hay caminos alternativos más sinuosos pero igualmente eficaces para subvertir el orden establecido. La Ley de Memoria Histórica de Zapatero fue la primera etapa de uno de esos caminos y la de memoria democrática es hoy la segunda.
El conglomerado de izquierdas podría proponer en cualquier momento la abrogación de la actual Constitución por considerarla radicalmente ilegítima al proceder de la aplicación de la Ley de Reforma Política de 1977, última ley fundamental aprobada con arreglo a legislación del régimen anterior. También podría proponer la formación de un Gobierno provisional, la elección de unas Cortes constituyentes y la creación de un Tribunal popular de depuración de responsabilidades políticas, incluidas las de cargos públicos que hubieran ejercido su mandato hasta aquella fecha. Naturalmente, todo ello sin mediar reforma constitucional alguna.
Lo anterior no es jurídicamente factible, pero sí puede serlo políticamente teniendo en cuenta la obstinación de quienes persiguen a toda costa la instauración de una república. De ser así, se sabe de antemano que el infame inquilino de la Moncloa se prestaría a la siniestra maniobra; quedaría únicamente el obstáculo que representarían las Fuerzas Armadas que, de acuerdo con el artículo octavo de la Constitución, tienen como misión «garantizar la soberanía e independencia de España, defender su integridad territorial y el ordenamiento constitucional», pero para que las Fuerzas Armadas decidieran actuar para garantizar el ordenamiento constitucional, sería preciso que el Rey, que ejerce «el mando supremo de las Fuerzas Armadas» según el artículo 62.1 h) de la Constitución, se lo ordenara, un supuesto que la mayoría de la doctrina hoy imperante pone en cuestión por cuanto lo subordina al refrendo del Gobierno, una interpretación que, a mi juicio y al de eminentes constitucionalistas, sólo es aplicable a supuestos normales, pero no a los excepcionales derivados de una actuación ilegítima de órganos como el Parlamento, el Gobierno y el Tribunal Constitucional. Respecto a este último, el artículo 159 de la Constitución establece que se compone de doce miembros, cuatro a propuesta del Congreso, cuatro a propuesta del Senado, dos a propuesta del Gobierno, y dos a propuesta del Consejo General del Poder Judicial, designados por un periodo de nueve años debiendo ser renovados por terceras partes cada tres. Salta a la vista que dicho tribunal adolece de dos gravísimos vicios de origen: el de estar compuesto por miembros elegidos por políticos y el de no tener mandato indefinido: ambos harían posible que cometiera un fraude constitucional si una composición sectaria lo hiciera factible.
España se enfrenta, pues, a una situación extraordinariamente anómala que podría conducir a otra anómica provocada precisamente por quienes están llamados a garantizar el orden constitucional.
- Melitón Cardona es ministro plenipotenciario jubilado