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29 de marzo de 2024

EN PRIMERA LÍNEAGonzalo Cabello de los Cobos Narváez

Idiotas con perspectiva de género

¿Qué pasará cuando los niños que hoy reciben achuchones por sus suspensos se enfrenten a un jefe exigente y cabreado?

Actualizada 19:39

Cuando llegó mi primer suspenso en matemáticas, con 13 años, tuve que tomar una de las decisiones más complicadas de mi vida: estudiar esa asignatura o seguir tocándome las narices. Muchos de ustedes pensarán que, tras recibir una patada giratoria de mi solícito padre, tomé la determinación de estudiar, pero se equivocan. Yo tenía un plan.
Aunque es cierto que los números nunca han sido mi fuerte, lo que siempre me ha gustado es la lectura en todas sus vertientes. Desde niño siempre he leído todo lo que ha caído en mis manos. Y periódicos, toneladas de periódicos. Mi padre los compraba todos y yo los leía con avidez, aunque muchas veces no me enterase de nada.
Cuando me llegó aquel suspenso leí detenidamente varios artículos que se quejaban de la excesiva permisividad de la LOGSE. ¿Pasar de curso con tres suspensos? Para los intelectuales y replicantes de la época aquello era intolerable. Yo en cambio me sentía como Thorin «Escudo de Roble» frente a las puertas de la Montaña. La codicia del éxito me cegaba.
La única pena es que mi colegio, al ser privado, solo te dejaba pasar con una, por lo que sin un ápice de conmiseración decidí sacrificar las matemáticas. El plan era perfecto y sencillo. Si para pasar a bachillerato no tenía que aprobar esa asignatura y además yo iba a estudiar humanidades, ¿a quién demonios le iba a interesar todo aquello de los logaritmos neperianos? A mí no, eso seguro. Veía mi futuro dorado. Segundo, tercero y cuarto de la ESO sin tocar un solo número y luego humanidades, que no exigía matemáticas, en bachillerato.
Traté de explicarle los pormenores de mi empresa a mi cabreado padre, pero rápidamente noté que no simpatizaba con mi dilema. Daba igual. Yo estaba dispuesto a aguantar estoicamente todas las reprimendas que hiciesen falta con tal de no enfrentarme a los aburridos numeritos.
Pasó el tiempo y los profesores comenzaron a hacerme preguntas. Mientras iba sacando las otras materias tranquilamente, con mayor o menor holgura, las matemáticas «se me estaban atragantando». Creo que en dos años nunca superé el uno en mis calificaciones. Yo me reía por dentro.
Mis padres me pusieron un profesor particular y trataron por todos los medios de que sacara la asignatura adelante. Estaban preocupados. Pero yo no quería saber nada de aquellos insensatos que no apreciaban la clarividencia de mi estrategia. Mi plan marchaba sobre ruedas e iba pasando de curso sin ningún problema.
Llegó cuarto de la ESO, ya tenía 15 años, y el profesor de matemáticas, don Antonio, me vio contemplando por la ventana los coqueteos primaverales de un par de ardorosas ardillas. Yo, que debía de estar muy concentrado en los azares amorosos de los roedores, no me di cuenta de nada hasta que la lluvia empezó a calarme.
Ilustración: Educación

Lu Tolstova

–Por favor, señores, quiero que se callen todos ahora mismo–dijo don Antonio con una sonrisa socarrona–. No me gustaría que entre mis explicaciones y sus preguntas perturbáramos la tranquilidad de Gonzalo.
Obviamente me incomodó un poco aquel comentario y dejé de contemplar a las ardillas. El cachondeo continuó:
–Tú tranquilo, Gonzalo –dijo don Antonio dirigiéndose a mí directamente–. Siéntete como en casa. Nada me contrariaría más que incomodarte. ¿Quieres que te traiga algo? ¿Un whisky y una sombrilla a lo mejor? Si te parece nos vemos después de clase y me cuentas qué tal lo has pasado durante esta hora.
Cuando fui a ver a don Antonio pensé, iluso de mí, que iba a decirme que debía concentrarme más, que tenía que tomármelo en serio si quería sacar la asignatura o alguna de esas pamplinas que había escuchado una y otra vez a lo largo de mi carrera como antisistema. Sin embargo, su intervención fue mucho más espeluznante:
–Sé exactamente a lo que estás jugando, Gonzalo –dijo don Antonio con una voz muy diferente a la que había utilizado en clase–. Si te crees más listo que el sistema, lo llevas claro conmigo y con este colegio. Ponte a estudiar, recupera todo el tiempo que has perdido o atente a las consecuencias.
Por supuesto, en junio suspendí matemáticas y el colegio me invitó a continuar mi revolución en otra parte. Aquello supuso uno de los mayores y más merecidos palos que he recibido en mi vida. El resultado de mi experimento fue el arrepentimiento.
Yo no me consideraba más listo que los demás, simplemente me aproveché de un sistema corrupto que primaba la comodidad del estudiante frente al esfuerzo. Tuve suerte y recibí un severo castigo que me ayudó a comprender que en la vida real los actos tienen consecuencias. ¿Qué pasará cuando los niños que hoy reciben achuchones por sus suspensos se enfrenten a un jefe exigente y cabreado?
La educación sigue su inexorable camino hacia la nada. Ley tras ley y decreto tras decreto nos encaminamos hacia la idiocia, eso sí, con perspectiva de género.
  • Gonzalo Cabello de los Cobos Narváez es periodista
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