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19 de abril de 2024

en primera líneaLuis Fernando Zayas Satrústegui

Aborto, ley, democracia, batalla cultural

Rechazar estos conceptos del pensamiento clásico, como hace hoy nuestro orden político, supone poner en riesgo la bondad de un sistema político, es decir, su capacidad para promover el bien común

Actualizada 01:58

En las últimas semanas ha vuelto a arreciar el debate sobre la defensa de la vida en España. El debate se ha centrado, en buena medida, en la discusión sobre si cabe un «derecho al aborto» o no. Este debate no es baladí, ya que reconocer legalmente la existencia de un supuesto «derecho al aborto» supone crear la exigencia legal por parte de la administración de proveer dicho «derecho». Exigencia legal que implica una obligación de matar, que alguien tendrá que asumir, voluntaria o involuntariamente – quebrando, en este caso, su derecho a la objeción de conciencia–.
Siendo importante este debate, creo que es necesario volver a plantear el debate básico: ¿puede ser el aborto legal? Porque muchas posiciones contrarias a que el aborto se considere un «derecho» están abiertas a su vez a que haya supuestos despenalizados o legales.
Abordar este debate exige recuperar las teorías clásicas sobre el derecho, la ley y la comunidad política.
El derecho es «lo justo», es decir, la adecuada proporción, lo correcto, lo recto en las relaciones entre los hombres. Este «lo justo» viene dado en la naturaleza de las cosas y las relaciones. Es decir, el derecho no es algo arbitrario que se crea, se concede o se inventa, sino que es algo que existe y que el legislador, el jurista, debe descubrir y reconocer. Algo que ya el derecho romano tenía claro.
Que el derecho –lo justo– esté en la naturaleza de las cosas, de las relaciones, nos remite a la idea de ley natural, elemento nuclear en la concepción clásica del derecho y la comunidad política. La ley natural no es otra cosa que el conjunto de principios universales y permanentes captables por la razón basados en la naturaleza del hombre.
Esta ley natural, que el hombre puede descubrir con su razón, es base necesaria de la ley civil. No cabe en un orden político justo que el derecho positivo contradiga la ley natural. La ley natural es un límite que el derecho positivo y, por tanto, el legislador no puede sobrepasar.
IlustracióN: mano bebe

Lu Tolstova

Reconocer la primacía de la ley natural sobre el derecho positivo implica reconocer, en el orden político, que la soberanía no reside en las cámaras legislativas. Es decir, que hay una soberanía superior que se concreta en la existencia de un orden natural, de una ley natural que deben descubrir y respetar. Esto es tanto como decir que el orden político se debe al orden natural y, por tanto, se debe someter al orden sobrenatural, creador del orden natural.
Aplicando estos conceptos a la cuestión del aborto, que supone asesinar una vida humana inocente, es claro que el derecho –lo justo– es proteger la vida del inocente. La ley natural nos enseña que no existe ninguna razón o situación que justifique el asesinato de un inocente. No hay excepción en el deber de defender la vida inocente. Por tanto, no cabe, no ya plantearse un supuesto «derecho al aborto», sino que ni siquiera cabe plantearse la despenalización del aborto en ninguna situación o supuesto. Lo contrario sería asumir que el derecho positivo contradiga la ley natural y, por tanto, desprecie el derecho, –lo justo–.
Cuando se abren excepciones a la prohibición ética y legal de causar intencionadamente la muerte a un ser humano inocente, se destruye la fundamentación, la razón por la que no se puede matar inocentes, por lo que ya no existen argumentos para defender la existencia de un derecho incondicional a la vida. De ahí la importancia de volver al debate primero sobre la moralidad o no de cualquier tipo de legalización del aborto.
Rechazar estos conceptos del pensamiento clásico, como hace hoy nuestro orden político, supone poner en riesgo la bondad de un sistema político, es decir, su capacidad para promover el bien común. Ya lo advirtió San Juan Pablo II en Centesimus Annus: «A este propósito, hay que observar que, si no existe una verdad última, la cual guía y orienta la acción política, entonces las ideas y las convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder. Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia». Este es el camino hoy de nuestra democracia, una democracia relativista, sin principios, donde cada vez se atenta más gravemente contra los derechos y la dignidad de la persona.
Por eso considero que, si la batalla cultural –en el ámbito de la defensa de la vida y otros– quiere darse en serio y tener frutos en el medio plazo, es necesario incorporar en la misma la recuperación de la concepción clásica –y cristiana– del derecho, de la ley, de la soberanía política, del orden político.
No podemos dar la batalla a medias. Es mucho lo que nos jugamos: la posibilidad de construir una sociedad justa y próspera.
  • Luis Fernando Zayas Satrústegui
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