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24 de abril de 2024

En primera líneaEugenio Nasarre

Una propuesta para la renovación del poder judicial

Esta es la primera medida que habría que adoptar para la sanación de los males de nuestra justicia: el juez que se siente llamado a la política (lo cual es perfectamente legítimo) debe abandonar definitivamente la carrera judicial

Actualizada 01:30

La idea no es mía. La formuló, hace ya algún tiempo, de modo brillante, el profesor Francisco Sosa Wagner. Quedó sepultada en el baúl de los recuerdos. Es tan sencilla como impecable: elegir a los doce jueces del Consejo del Poder Judicial por sorteo entre los miembros de la carrera judicial que cumplieran algunas condiciones, a las que me referiré después.
La Sala de Gobierno del Tribunal Supremo ha calificado la situación creada por la dimisión de Fernando Lesmes como «situación límite» que «afecta gravemente a la misma Constitución» y ha reclamado que «se ponga fin de inmediato a este desastre institucional». Son palabras de hondo calado que muchos podemos compartir. Sí, estamos en una situación de emergencia, a la que hay que poner remedio con soluciones que tengan en cuenta la raíz de los males del Gobierno de los jueces y que sean, al mismo tiempo, audaces.
La raíz de los males que aquejan a la justicia es su politización. Se ha ido fraguando un sistema perverso que facilita y propicia una conexión cada vez más estrecha entre el cuerpo judicial y los partidos políticos. Es exactamente lo contrario de lo que reclama el modelo judicial de nuestra Constitución: la justicia se administrará «por jueces independientes, inamovibles, responsables y sometidos únicamente al imperio de la ley» (art. 117.1 CE). Para que este modelo no se degrade es indispensable que el «poder judicial» esté lo más alejado de la política, no se contamine de ella, porque la política en un sistema democrático tiene sus reglas, basadas en el pluralismo, cuyos sujetos son los partidos políticos, y en el juego de mayorías y minorías. Estas reglas no deben aplicarse al «poder judicial». La organización judicial no debe admitir un sucedáneo de partidos políticos. Desdichadamente esto es lo que está sucediendo en España.
La contaminación política de la justicia ha alcanzado cotas máximas. En el actual Gobierno nada menos que tres de los «cuatro Ministerios de Estado» (Defensa, Justicia e Interior) están en manos de jueces. Es, cabalmente, un Gobierno de jueces, máxime cuando éstos no han renunciado a su condición de juez. Siguen siéndolo «en servicios especiales» y podrán reincorporarse a sus destinos jurisdiccionales cuando cesen en sus cargos gubernamentales. Aquí no se aplica el sabio aforismo británico: «El juez que se quita la peluca no se la vuelve a poner». Esta es la primera medida que habría que adoptar para la sanación de los males de nuestra justicia: el juez que se siente llamado a la política (lo cual es perfectamente legítimo) debe abandonar definitivamente la carrera judicial. La «vocación política» y la «vocación judicial» son rigurosamente incompatibles. Las «puertas giratorias» contradicen el espíritu de la Constitución. La incompatibilidad debe ser tan absoluta como en el estamento militar.
Ilustración: renovacion del consejo

Ilustración: renovacion del consejoLu Tolstova

Decía Clemenceau que en tiempos de paz «no había un personaje más poderoso en Francia que el juez de instrucción». Él es, en efecto, el que decide sobre nuestra libertad, nuestro honor y nuestros bienes. Evidentemente ese enorme poder debe llevarse a cabo con sujeción al imperio de la ley y con todas las garantías procesales que imposibiliten la arbitrariedad. Al juez contaminado por la política le amenaza la tentación de la arbitrariedad, cuya terrible consecuencia es una sentencia injusta.
El sistema de elección de los jueces al Consejo General del Poder Judicial por sorteo presenta una gran ventaja: ninguno de los jueces elegidos tendría «padrino»; no estaría asociado al partido proponente, como sucede ahora. Ya no podríamos hablar de «los miembros del Consejo del PP» o «los del PSOE» y sería mucho más difícil asignar la ya habitual etiqueta de «jueces conservadores o progresistas». Los jueces designados por sorteo empezarían su mandato con la máxima libertad. No se deberían a nadie, tan sólo a su conciencia y a su responsabilidad profesional. Es cierto que las distintas sensibilidades en el mundo de la judicatura no se eliminarían y no tendrían por qué eliminarse, porque responden a la naturaleza de una sociedad plural, también en valores y convicciones. Pero esas diferencias tendrían otro carácter. Ya no podría predicarse de ellas su alineamiento con los partidos políticos.
La Constitución determina que los doce jueces del Consejo deberán ser elegidos «entre jueces y magistrados de todas las categorías judiciales», «en los términos que establezca la ley orgánica». Sería sensato y prudente, para cumplir el mandato constitucional, cumplir el requisito de quince años de antigüedad (la experiencia es fundamental para ejercer las funciones del Consejo) y proceder al sorteo dividiendo el cuerpo de magistrados y jueces en, por ejemplo, tres secciones: un tercio entre magistrados del Tribunal Supremo; otro tercio entre los miembros de los Tribunales Superiores; y otro, entre los demás miembros de la carrera judicial que cumplan la antigüedad requerida.
Pero hay un último punto que habría que abordar. ¿Cómo debería ejercer el Consejo los poderes que por mandato constitucional tiene atribuidos? Son poderes tasados, que básicamente son tres: a) nombramientos y ascensos; b) inspección y régimen disciplinario; c) emisión de dictámenes en los asuntos que afectan a la justicia. Pues bien, la regla de oro debería ser actuar con la menor discrecionalidad posible, de suerte que los ascensos y nombramientos obedecieran a los principios de mérito y capacidad con rigurosos criterios objetivos; y en los otros dos ámbitos, proceder con prevalencia absoluta de los criterios técnicos.
Muchos nos tememos que este «desastre institucional», en palabras del Tribunal Supremo, se resuelva en esta ocasión con una «solución de paños calientes», en calificación bondadosa. Porque –seamos conscientes de ello– el modelo actual reclama inexorablemente algún tipo de componenda y los males de nuestra justicia no están para componendas. Es tan grave para nuestra democracia la degradación de nuestro sistema del poder judicial, que su reforma, para volver a los parámetros de la Constitución, será la tarea más urgente en orden a la regeneración de nuestras instituciones.
  • Eugenio Nasarre fue diputado a Cortes Generales
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