Vísperas de sangre
La tragedia de la experiencia republicana fue que la izquierda moderada y el socialismo moderado quedaron en la orilla y el torrente de los extremismos arrasó todo a su paso. Así estaban las cosas y Pla se limitó a ser su espectador
Estos días he releído a mi admirado Josep Pla, uno de los más inteligentes, sagaces y literariamente pulcros cronistas del siglo pasado. Sus crónicas sobre la Segunda República, no pocas recogidas en libro, son excepcionales.
El escritor ampurdanés nos cuenta como nadie el advenimiento de la Segunda República el 14 de abril de 1931, desde el episodio tragicómico de la ocupación del Ministerio de la Gobernación, hoy presidencia de la Comunidad de Madrid, por Miguel Maura, que se presentó ante el subsecretario y los atemorizados funcionarios como ministro del Gobierno provisional sin serlo; no había Gobierno. Mientras, un Azaña pálido y sudoroso, asustadizo, pero jurista al fin, se mostraba contrario y confundido ante lo que no era sino un golpe de Estado de salón. Las gentes, inducidas, habían tomado las calles aledañas a Sol, y el pueblo se convertía, de hecho, en la singular voz, la única imagen, tras unas elecciones municipales que, salvo en las grandes ciudades, habían ganado las candidaturas monárquicas, aunque se hiciese creer lo contrario.
Pla estaba en Madrid como enviado de La Veu de Catalunya. Son interesantes sus opiniones de observador directísimo cuando nos suele llegar un relato edulcorado y angelical de aquella República a la que la izquierda atribuye un carácter de normalidad democrática que no tenía. En cierto sentido, en determinados aspectos, vivimos una especie de república coronada, parlamentaria, constitucional, que, sin embargo, no desarma los pertinaces afanes de los proclamados republicanos, probablemente desde pocas lecturas y posturas extremadamente sesgadas.
Ganadas las elecciones por el centro-derecha en 1933, Pla opina: «El señor Azaña y sus amigos (se refiere a los socialistas) creen que por el hecho de no gobernar ellos ya no existe la República». Exactamente lo que ocurre hoy desde esa falsa superioridad moral de que lo que no es izquierda no es democrático, por lo que la izquierda tiene una especie de derecho natural, inapelable, a gobernar. A veces con trampas.
Sobre Azaña escribe también: «Es un hombre que improvisa, que se abandona a la corriente más favorable, que disimula su vaciedad esencial, su falta absoluta de plan» y «Azaña duda de todo, por eso los extremismos no hubieran podido desear nada mejor que encontrarse con un Kerenski de Alcalá de Henares al frente del Gobierno». Kerenski propició, sin quererlo, pero sin tener ni firmeza ni altura de miras para evitarlo, el golpe de Estado de Lenin que llevó a Rusia a la dictadura soviética.
Insiste Pla en la política vacía y peligrosa de Azaña y sus aliados socialistas: «A través de los enjuagues parlamentarios, el procedimiento para implantar su política se convertirá en un enorme excitante de las pasiones nacionales y hará correr mucha sangre» porque «se olvida que la primera finalidad de un Estado es evitar que se devoren mutuamente los ciudadanos».
Se lamenta Pla de un Estado «considerado como un establecimiento de beneficencia formidable» porque «estamos haciendo una política de país rico». Y se pregunta: «¿Y quién paga todo esto?». Sobre la falta de autoridad del Gobierno, escribe: «Los hombres se gobiernan manteniendo, sobre los intereses opuestos, una autoridad permanente». ¿Qué realidades y carencias actuales nos recuerda la opinión de Pla?
También lamenta el gran cronista que «los españoles sólo podemos ser perseguidores y perseguidos», y asevera: «Se ha comprobado una vez más que si destruir está al alcance de todas las inteligencias, conservar es lo más elevado y noble que se puede hacer en este mundo». En nuestros días padecemos al mayor destructor de acuerdos, compromisos y consensos, abriendo brechas y creando problemas dónde no los había. Y se le consiente desde una ceguera inútil, sin una protesta, un gesto o una palabra. Nadie asume evitarlo
En abril de 1936 vuelve Pla a Barcelona y no teme un levantamiento militar sino la revolución que había anunciado Largo Caballero en sus incendiarios discursos si el Frente Popular ganaba las elecciones. El cronista había vivido la revolución de Asturias en octubre de 1934, protagonizada por socialistas, comunistas y anarquistas, contra el legítimo Gobierno republicano de centro-derecha salido de las urnas de 1933. Escribe: «He vuelto de Madrid enormemente preocupado porque la revolución y la guerra civil son inminentes». Y apostilla: «La atmósfera de Madrid es asfixiante».
Largo Caballero, llamado el Lenin español, había anunciado en un discurso, febrero de 1936: «La clase obrera debe adueñarse del poder político convencida de que la democracia es incompatible con el socialismo», «la clase obrera tiene que hacer la revolución; si no nos dejan, iremos a la guerra civil», y «que no nos hablen de generosidad y que no nos culpen si los excesos de la revolución se extreman hasta el punto de no respetar cosas ni personas». En 2021 Sánchez homenajeó a Largo Caballero; señaló: «Actuó como hoy queremos actuar nosotros».
La tragedia de la experiencia republicana fue que la izquierda moderada y el socialismo moderado quedaron en la orilla y el torrente de los extremismos arrasó todo a su paso. Así estaban las cosas y Pla se limitó a ser su espectador y notario en crónicas que sus lectores reconocemos hoy, con amargura, frescas y actuales.
Alfonso XIII cayó no sólo por la movilización de la izquierda radical; también por la indecisión del bisabuelo de Felipe VI. Y, sobre todo, porque la derecha, que había creído en él, no aprobó su conducta y, decepcionada y desencantada, le dejó sólo ante la izquierda que era su adversaria. El Rey no supo, o no quiso, escuchar el mensaje. Como adelantó Pla, fueron vísperas de sangre.
Juan Van-Halen es escritor y académico correspondiente de la Historia y de Bellas Artes de San Fernando