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29 de marzo de 2024

TribunaJosep Maria Aguiló

La luz de Néstor Almendros

En la historia del cine, como en la de la pintura, ha habido varios maestros de la luz. Cuando revisitamos hoy el conjunto de la obra de Néstor Almendros podemos constatar que él también fue uno de esos grandes e irrepetibles maestros

Actualizada 01:42

El próximo mes de marzo se cumplirán treinta años de la desaparición del gran camarógrafo español Néstor Almendros, quien desde los años sesenta y hasta el momento de su muerte fue considerado, con toda justicia, como uno de los mejores directores de fotografía del mundo. Ojalá ese aniversario pueda servir para recordar de nuevo la extraordinaria obra de este añorado cineasta, que tanto aportó al séptimo arte como profesional y como persona.
Nacido en 1930, la pasión de Almendros por el cine se inició ya de niño en su Barcelona natal, continuó tras su exilio a Cuba a finales de los años cuarenta y ya nunca le abandonaría. Fue en la isla caribeña en donde, con varios amigos, realizó sus primeros cortometrajes a principios de los años cincuenta. Con posterioridad, tras haber estudiado cine en Nueva York y en Roma, rodó diversos documentales en Cuba entre 1960 y 1961, en ocasiones como director y en otras como responsable de la fotografía. Esa labor la compaginaba con escritos sobre cine en diversas publicaciones. En aquella época, le deslumbrarían las primeras películas de la Nouvelle Vague, en especial Los cuatrocientos golpes, de François Truffaut; Hiroshima, mon amour, de Alain Resnais, y Los primos, de Claude Chabrol, todas ellas de 1959.
Ese deslumbramiento fue decisivo para que en 1961 Almendros decidiera abandonar la Cuba castrista y se fuera a vivir a Francia, en concreto a París. Su sueño vital y profesional seguía siendo el cine, pero durante tres años no logró participar en ningún proyecto cinematográfico, por lo que tuvo que sobrevivir como pudo, con trabajos que nada tenían que ver con su auténtica vocación. En aquel difícil y complicado periodo, Almendros llegó a estar prácticamente convencido de que nunca más volvería a rodar.
Sin embargo, en 1964 un hecho fortuito cambiaría su vida ya para siempre. Casi por casualidad, Almendros estaba una mañana siguiendo como espectador anónimo el rodaje de un sketch de la película París visto por..., que estaba filmando Éric Rohmer. El director de fotografía del sketch se había peleado instantes antes con Rohmer y había decidido abandonar el rodaje. Parecía que la filmación se detendría entonces indefinidamente, pero justo en aquel momento Almendros se acercó a Rohmer y se ofreció tímidamente como posible sustituto, diciéndole: «Yo soy operador». Rohmer aceptó de inmediato su propuesta de colaboración y poco después le contrató, tras haber comprobado rápidamente lo bien que manejaba la cámara. A partir de entonces, Almendros ya no dejaría de trabajar nunca como camarógrafo. Su sueño de poder dedicarse profesionalmente al cine se había hecho finalmente realidad.
Su primer largometraje completo como operador jefe sería La coleccionista, de nuevo con Rohmer, con quien trabajaría en varias películas, al igual que con Truffaut, con quien rodó El pequeño salvaje, Las dos inglesas y el amor o Vivamente el domingo, entre otras. Siempre que tuvo ocasión, Almendros mostró de manera reiterada la gran admiración que sentía por esos dos maravillosos directores. En el caso concreto de Truffaut, esa fascinación fue siempre acompañada además por un profundo afecto personal.
«Truffaut era en el trabajo el hombre más amable y equilibrado que se pueda concebir. El humanismo implícito en toda su obra guardaba un perfecto paralelismo con su vida», escribió Almendros en su libro autobiográfico Días de una cámara, prologado, precisamente, por el propio Truffaut. En cierta manera, los dos eran almas gemelas, pues de ambos se destacó siempre su trato afable y respetuoso, su humildad, su sencillez y su generosidad.
Más allá de Francia, ya al otro lado del Atlántico, el director con el que más trabajó Almendros fue el norteamericano Robert Benton, con quien por ejemplo rodaría la oscarizada Kramer contra Kramer. Otros realizadores con los que colaboró a lo largo de su carrera fueron Barbet Schroeder, Roberto Rossellini, Vicente Aranda, Alan J. Pakula, Mike Nichols o Martin Scorsese, entre otros. De su trayectoria profesional merecen ser destacados también dos excelentes documentales en los que denunció con gran valentía la falta de libertades de la Cuba castrista. El primero, Conducta impropia, lo codirigió en 1984 con Orlando Jiménez Leal. El segundo, Nadie escuchaba, lo codirigió cuatro años después con Jorge Ulla.
Almendros fue, además, uno de los primeros españoles en ganar un Óscar. Lo obtuvo en 1979 como responsable de la bellísima fotografía de la película Días del cielo, dirigida por Terrence Malick. Con posterioridad, dos años después, lograría el César por su sobresaliente trabajo en El último metro, de Truffaut. A lo largo de su vida, Almendros tuvo más reconocimientos, pero los dos citados tienen el valor añadido de haberle sido concedidos en los dos países en donde más trabajó, más se le admiró y más se le quiso, Estados Unidos y Francia.
En su trabajo como camarógrafo, Almendros fue siempre partidario de la simplicidad, la naturalidad y la sencillez. «Estoy por la iluminación a base de una luz única, como ocurre en la realidad, porque generalmente la luz viene de un solo lugar», explicaría. Una de sus referencias en ese sentido era la obra del pintor holandés del siglo XVII Johannes Vermeer, considerado como un maestro de la luz.
En la historia del cine, como en la de la pintura, ha habido igualmente varios maestros de la luz. Cuando revisitamos hoy el conjunto de la obra de Néstor Almendros podemos constatar de nuevo que él también fue, sin ninguna duda, uno de esos grandes e irrepetibles maestros.
Josep María Aguiló es periodista
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