Fundado en 1910
TribunaJuan Alfredo Obarrio Moreno

Conocemos la verdad y la verdad nos hace libres

No en vano, nuestra época ha sido calificada de secular, posmoderna, poscristiana, posverdadera o transhumanista, calificativos que responden a un común denominador: vivir como si Dios no existiese, como si el ser humano tuviese derecho a ocupar su lugar

Permítaseme tomar las palabras de Jesucristo para dar testimonio de una verdad que no se acomoda a los cánones de lo políticamente correcto, sino a ese Verbo eterno que no conoce de modas ni de estériles corrientes de opinión; un Verbo que está a la puerta y llama al corazón de todo hombre, sin coartar su libertad, porque la libertad es el espíritu que está presente en la historia. A esta Verdad nos atemos. Toda una irreverencia para una sociedad que nos impulsa, coactivamente, a creer que el hombre, como en leemos en el Timeo de Platón, es un demiurgo que va a hacer renacer todas las cosas a la sola luz de una diosa razón que tiene la vana pretensión de instaurar una sociedad ideal y perfecta, que no es otra que el reino del hombre que ha desterrado, o eso cree, a Dios de la Tierra.

A quienes así piensan les recuerdo las palabras que vertiera Hölderlin en su Hiperión: «Siempre que el hombre ha querido hacer del Estado su cielo, lo ha convertido en su infierno». El infierno de la guillotina, de los campos de exterminio, de las guerras interminables y de los crueles fanatismos, esos que hoy, como ayer, siguen siendo invisibles a nuestros adormecidos ojos.

Llegados a este punto, una pregunta que se nos antoja tan pertinente como necesaria: ¿admite la modernidad la libertad que ofrece el cristianismo? La respuesta no puede alegrarnos. Por desgracia, lideologías y culturas como la de la cancelación han venido a señalar a quienes disienten de ciertos dogmas que contravienen a la razón, al sentido común o a la verdad. No en vano, nuestra época ha sido calificada de secular, posmoderna, poscristiana, posverdadera o transhumanista, calificativos que responden a un común denominador: vivir como si Dios no existiese, como si el ser humano tuviese derecho a ocupar su lugar. Nace así el homo deus, un ser destinado al orgullo y a la vanidad. El eterno mal inscrito en el pecado original.

Esta realidad fue descrita, a modo de parábola, por Paul Claudel en El zapato de raso. El texto describe el valor de una fe clavada en la cruz. Esta se halla a la deriva, sobre el abismo. En ese mar de dudas, el náufrago –tú y yo– descubre que el insignificante madero al que se aferra desesperadamente es más fuerte que el frío vacío que le rodea.

Este pequeño pasaje enseña que aún hoy, en un mundo cargado de incertidumbre, nadie puede sustraerse totalmente a la duda o la fe. Lo sabemos bien, porque nuestra vida es una lucha permanente por encontrarnos con el Cristo Resucitado. Sentirlo, vivirlo, amarlo y seguirlo son los principios vectores de todo cristiano. Sin Él nada somos. Sin Él nada podemos. Sin Él nada comprendemos. Es nuestra brújula y nuestro destino, nuestro alimento y nuestro asiento. También nuestra cruz. Una cruz que no siempre es ligera. Esta recuerda nuestros pecados y miserias. Pero en ella hallamos el perdón, la compresión y la vida eterna. Solo en ella.

Los años nos han enseñado que la vida del cristiano se hace desde la entrega y la caridad, desde la oración y la Eucaristía, desde la lectura de las Sagradas Escrituras y desde el cálido abrazo a nuestros semejantes. Pequeñas y grandes verdades que Dios nos enseña cada día, a cada hora, a cada instante. Porque el hombre-Dios que está clavado en el madero siempre pasa a nuestro lado, nos coge de la mano y nos lleva a transitar por el camino de la vida eterna. Solo falta que nos detengamos un instante para comprobar que está ahí, en ese pequeño milagro que nosotros creemos que obedece al azar o a la casualidad. Pero tú y yo sabemos que los milagros nacen del Corazón de Jesús, no del azar ni de la fría técnica del cirujano. Solo falta que sepamos descubrir su aliento y su mirada. Solo falta que nuestra soberbia se convierta en humildad para que nuestra vida se revista con los ropajes de aquellos pescadores que se convirtieron en los pilares más fecundos de nuestra fe. Pescadores de hombres que renunciaron a sus vidas para alcanzar la vida eterna. La que deseamos fervientemente. Pero la duda está presente: ¿nos la merecemos?, ¿luchamos por ella? Una duda que nos atenaza, pero que también nos motiva a crecer en la fe de Cristo.

Reflexionar sobre una fe sigue alumbrando nuestro pensamiento y nuestro quehacer diario. Nada nos importa más, porque sabemos que «hay palabras que solamente sirven para entretener, y pasan como el viento; otras instruyen la mente en algunos aspectos; las de Jesús, en cambio, han de llegar al corazón, arraigar en él y fraguar toda la vida. Sin esto, se quedan vacías y se vuelven efímeras» (Benedicto XVI).

Esta es la certeza que sostiene a los cristianos, la que nos ofrece la Verdad como un camino que los hombres podemos y debemos recorrer. Si lo rechazamos, escucharemos, aterrados, la siniestra voz que nos susurra: «Soy la puerta cerrada, la ruta sin salida, y la perdición» (Diario de un cura rural).

Juan Alfredo Obarrio Moreno es catedrático de Derecho romano

comentarios

Más de Tribuna

tracking

Compartir

Herramientas