España: del caos republicano al caos sanchista
La República -según Franco-era un Estado débil incapaz de garantizar orden, justicia, libertad y autoridad. Hoy día, la España de Sánchez lo es aún más: el orden público se relativiza si el que rompe la ley es separatista o afines «compañeros de viaje»
El discurso de Francisco Franco -en el que describía a España durante la Segunda República y en vísperas del Alzamiento Nacional- constituye un retrato de un país deshecho: una nación dividida en facciones irreconciliables, sin rumbo económico, desbordada por la violencia callejera, con la autoridad del Estado ridiculizada y una clase política instalada en la demagogia y el sectarismo. Su descripción no era un adorno retórico: respondía a la experiencia real de miles de ciudadanos que sufrían quema de iglesias, huelgas revolucionarias, pistolerismo sindical, una corrupción generalizada y un ineficaz desgobierno incapaz de garantizar el orden público.
Casi un siglo después -salvando las distancias históricas y los contextos políticos- es imposible no establecer un paralelismo inquietante con la España del socialcomunismo de Pedro Sánchez. Hoy, ya no hay pistoleros anarquistas en las calles, pero sí comandos de odio subvencionados que señalan, acosan y silencian a quienes disienten. No se incendian iglesias, pero se subvenciona a quienes ridiculizan la fe de millones de españoles. No se habla de revolución bolchevique en los ateneos, pero desde Moncloa se blanquea a etarras, se amnistía a golpistas y se entrega la soberanía nacional a los socios separatistas con tal de mantenerse en el poder.
Franco describía a la República como un peligroso y pernicioso régimen que había dinamitado la unidad de España. ¿Y qué otra cosa hace, ahora, Sánchez cuando entrega las llaves de la gobernabilidad a partidos cuyo objetivo confeso es romper la nación? La diferencia es que, en los años treinta, esa cesión era un error de cálculo y, hoy es una estrategia deliberada: Sánchez sabe que sin los votos de ERC, Junts y EH-Bildu no existe políticamente y, a cambio, está dispuesto a triturar la Constitución y a desarmar al Estado en Cataluña y el País Vasco.
El «dictador» acusaba a la República de arruinar a las clases trabajadoras y medias, convertidas en carne de cañón de la lucha ideológica. Hoy la receta es idéntica: impuestos confiscatorios, deuda disparada, juventud sin futuro, vivienda imposible y una administración clientelar que solo sirve para engordar chiringuitos ideológicos y sostener a los conmilitones leales al régimen. La España «progresista» y «democratica» presume de récords de empleo mientras oculta que son empleos precarios, fijos-discontinuos, temporales y mal pagados. Ayer era la crisis agrícola e industrial; hoy, son empresas que cierran o huyen por falta de seguridad jurídica y una fiscalidad asfixiante.
En el discurso de Franco se advertía del desprecio republicano hacia la legalidad y la justicia, sometidas al capricho de partidos y violentas facciones. Cualquier semejanza con la España de Sánchez no es casualidad: el Consejo General del Poder Judicial lleva años bloqueado, el Tribunal Constitucional se ha convertido en una sucursal gubernamental, la Fiscalía obedeciendo al presidente y las leyes redactadas a medida de los socios del poder. Si en la República la legalidad se desmoronaba con decretos y componendas, hoy se pervierte con reformas exprés, mayorías artificiales, decretazos-ley y un absoluto desprecio a la separación de poderes.
La República -según Franco-era un Estado débil incapaz de garantizar orden, justicia, libertad y autoridad. Hoy día, la España de Sánchez lo es aún más: el orden público se relativiza si el que rompe la ley es separatista o afines «compañeros de viaje»; la autoridad se utiliza solo contra el ciudadano común que paga impuestos, pero nunca contra el afin amigo político. Los mismos que persiguen con saña a agricultores que cortan una carretera o limpian de rastros los cortafuegos naturales... miran, para otro lado, ante cortes separatistas, okupas violentos o las graves y brutales manifestaciones de batasunos. Es el Estado al revés: «fuerte contra el débil pero, débil contra el fuerte».
No se trata de reivindicar una dictadura, sino de constatar que el diagnóstico de Franco sobre el desastre republicano encuentra ecos demasiado familiares en la España de hoy. El socialcomunismo de Sánchez ha convertido al Estado en botín, a la justicia en herramienta de partido, a la economía en máquina de expolio y a la nación en rehén de filoeterroristas y tenaces separatistas. Mientras tanto, se narcotiza a la población con propaganda subliminal, televisiones compradas y una catarata de bulos oficiales emitidos como verdades. La mentira es el cemento del régimen, como en su día lo fue la partidista demagogia republicana.
Franco denunciaba la persecución a la Iglesia -como símbolo del desgarro cultural y moral de la República- hoy, aunque no haya hogueras ni ardan las iglesias, se práctica una auténtica persecución laica, subvencionando el escarnio, marginando la educación religiosa y protegiendo cualquier credo, salvo el católico. La guerra cultural del sanchismo consiste en arrancar de cuajo las raíces religiosas, destruir todas las tradiciones, reescribir la historia y crear un ciudadano dócil, adoctrinado y super dependiente de los subsidios.
El resultado -es el mismo que entonces- una nación debilitada, enfrentada y desconfiada «de» y «con» sus instituciones y, muy vulnerable frente a las amenazas externas.
Porque -si en los años treinta, la sombra era Moscú y sus repúblicas soviéticas-, hoy la sombra es Bruselas, Rabat o Pekín..., con un Gobierno dispuesto a regalar su soberanía a cambio de supervivencia.
España vuelve a parecerse demasiado a aquella que Franco describió como «un cadáver político antes del Alzamiento», pero con una gran diferencia: en 1936 los generales se sublevaron; en 2025, el ejército y el pueblo parecen anestesiados y entretenidos en debates absurdos de género, de inclusión lingüística y, en el intenso bombardeo de demagógia y propaganda socialcomunista que, cada día, nos «escupe» la televisión pública.
La pregunta es si habrá ciudadanos dispuestos a levantar la voz y recuperar la nación, o si, resignadamente, dejaremos que Sánchez, «el megalómano», complete lo que la República no pudo culminar, gracias al dictador y al ejército: «la demolición definitiva de España».
Pedro Manuel Hernández López es médico jubilado, licenciado en Periodismo y fue senador autonómico del PP por Murcia