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25 de abril de 2024

Carlos Marín-Blázquez

Pedagogías de disolución (I)

Rousseau no sólo estaba levantando el acta de fundación de la nueva pedagogía, sino poniendo los cimientos de buena parte de la política contemporánea;  aquélla que hace de la captación acrítica de las voluntades y la obscena manipulación de las conciencias el eje vertebrador de su acción

Actualizada 12:57

«Yo enseño un arte muy largo, muy trabajoso, el de ser ignorante». Quien así se expresa es nada menos que Jean-Jacques Rousseau, uno de los más señalados referentes de la pedagogía moderna. Lo hace en su tratado Emilio, O de la educación, publicado en 1762. Allí desarrolla, en forma de narración, el proyecto utópico de modelar la personalidad de un niño mediante la aplicación de una serie de principios sujetos a una premisa que el autor estima incontestable: la de que no hay maldad original. La voluntad de salvaguardar esta hipotética pureza de origen le sirve a Rousseau como aval de un método que pretende mantener al niño en un estado de «feliz ignorancia». «De los conocimientos que están a nuestro alcance –escribe nuestro autor–, los unos son falsos y los otros inútiles». El empeño en la adquisición de saberes queda, pues, degradado a la consideración de elemento que pervierte de manera irremediable la inocencia primigenia del pequeño. Y más aún: en la medida en que tales saberes le remiten a la autoridad de una tradición, a la que quedará en lo sucesivo vinculado, se revelan como el desdichado lastre de un condicionamiento llamado a impedirle el disfrute de una libertad plena.
Se trata, como puede deducirse de lo expuesto, de un planteamiento revolucionario. Para empezar, el niño es retirado de la tutela de sus padres y puesto bajo la supervisión exclusiva de un preceptor («el gobernador»), consagrado en adelante a dirigir cada uno de sus pasos. Pero esta guía ha de hacerse de manera encubierta. El niño no debe sospechar que su voluntad está siendo mediatizada. «Que siempre crea que él es el que manda –le indica Rousseau al gobernador–, pero séalo usted. No hay sometimiento tan perfecto como el que tiene apariencia de libertad; así se captura hasta la misma voluntad». La afirmación es de un retorcimiento diabólico. Detengámonos un momento en ella. No hace falta estar en posesión de un olfato muy fino para detectar, entre los pliegues de la hipnótica retórica roussoniana, el tufo inconfundible del totalitarismo. Sometimiento «que tiene apariencia de libertad», escribe. Con tan explícita declaración de intenciones, Rousseau no sólo está levantando el acta de fundación de la nueva pedagogía, sino poniendo los cimientos de buena parte de la política contemporánea; en concreto, aquélla que, con independencia de la etiqueta que a sí misma le convenga en cada momento aplicarse, hace de la captación acrítica de las voluntades y la obscena manipulación de las conciencias el eje vertebrador de su acción.
Con el Emilio, Europa se abre un horizonte inédito que, por lo demás, debió haber sido inmediatamente clausurado. Y, sin embargo, no ocurrió así. Para explicar cómo una extravagancia teórica de semejante calibre pudo llegar a hacer fortuna, no nos queda sino situarnos en el contexto de la época. 1762 es el año de aparición del Emilio, pero también es la fecha en que se publica El contrato social. El envite, por tanto, es de claro tenor político. De acuerdo al diseño intelectual de Rousseau, democracia y pedagogía establecen desde el principio, y en el marco del mundo radicalmente modificado que se avecina, fecundos vasos comunicantes. Los tiempos ya no propugnan un orden vertical de señores y vasallos, sino que anuncian una prometedora horizontalidad de ciudadanos libres e iguales a la que el gran acontecimiento revolucionario de 1789 se va a encargar de otorgar naturaleza de conquista histórica. De la Revolución francesa emergerá un estado-nación cuasi sacralizado, convertido en fuente de autoridad indiscutible y uno de cuyos rasgos determinantes habrá de ser, en lógica correlación con su recién estrenado estatus semidivino, el desmantelamiento de la tradición sobre la que se había sostenido el mundo precedente.

La rivalidad entre estos dos gigantes, tradición y Estado, se resolverá, por la propia dinámica de los tiempos, a favor de este último

Para el Estado surgido de la revolución, que abraza la pretensión de monopolizar los instrumentos dirigidos a la formación/instrucción de una ciudadanía todavía en ciernes, la posibilidad de un conocimiento heredado, sancionado por el tiempo y no sometido a la inmediatez de los intereses sectarios, representa una amenaza apenas tolerable. La rivalidad implícita al enfrentamiento entre estos dos gigantes, tradición y Estado, se resolverá, por la propia dinámica de los tiempos, a favor de este último. Si nos preguntamos –y ya es momento de hacerlo– hasta qué punto los ecos de esa dialéctica decisiva se prolongan hasta nuestros días, nos bastará con inventariar, uno tras otro, los sucesivos despropósitos que, en materia de política educativa, se han venido perpetrando en nuestro entorno más próximo en el curso de las últimas décadas. En Los desheredados, el ensayista francés François-Xavier Bellamy lo expone en términos de una lucidez casi dolorosa: «Leer el Emilio hoy día es llevar a cabo una experiencia fascinante, cercana a la que podríamos tener al leer una profecía que, escrita con dos siglos de anticipación, se hubiese realizado punto por punto (…). Leyendo este tratado nos damos cuenta de que lo que se considera a menudo como un fracaso en la educación contemporánea, es en realidad un logro, el éxito completo de una teoría perfectamente explícita: la del rechazo absoluto de la transmisión de los conocimientos».
Nos hallamos, en suma, en el trance de reconstruir el itinerario de uno de los mayores logros alcanzados por la planificación política de nuestro tiempo, y del que la obra de Rousseau representa únicamente su hito fundacional. Es el éxito de una pedagogía que ha llevado a amplísimas capas de nuestras opulentas sociedades a un límite de desconexión respecto de su herencia cultural que cabe calificar de portentoso. El camino ha sido largo y, aunque en cada etapa del trayecto las ideologías dominantes han ido agregando al módulo inicial sus variopintas y casi siempre corrosivas aportaciones, la dirección estaba marcada desde el inicio. Ahora es el instante en que los frutos de la devastación son manifiestos. Pero profundizar en el alcance de sus consecuencias requiere el espacio de un próximo artículo.
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