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16 de abril de 2024

Santiago Huvelle

Crimen contra la humanidad: una respuesta a Arcadi Espada

Actualizada 04:30

Leí el artículo de Arcadi Espada «Un crimen contra la humanidad» a raíz de una polémica acaecida varios años después de aquel artículo, en el programa televisivo Chester, donde Risto Mejide opuso a los argumentos del periodista, la voz quebrada por la emoción del padre de un niño con Síndrome de Down. Aquello estaba mal, y no por el testimonio luminoso de aquel padre que quería dar la cara por su hijo, sino por la desigualdad dialéctica. Frente a unos argumentos, se oponía la lacrimosa canción de Forrest Gump. Y Risto, curioso personaje, en un gesto paródico, de fraudulenta altura moral, despidió a Arcadi Espada, evitando un posible diálogo entre Rafael, el padre, y el eugenista.
Por aquél entonces no entraba yo en colectivo de ese «tipo de gente averiada» que se opone a «la posibilidad de diseñar hijos más inteligentes, más sanos y mejores» y al mismo tiempo «tratan impunemente de imponernos su particular diseño eugenésico: hijos tontos, enfermos y peores». Ahora sí, tengo el carné, pues no soy muy partidario de lo primero que ya existe y se practica, y sí en cambio avalo lo segundo, aunque con algún matiz, pues emplear la palabra diseño implica un malentendido. Para simplificar: sí me opuse, junto a mi mujer, a terminar con la vida de mi hijo discapacitado.
Me incorporo bastante tarde a este debate y ello se debe a que estos últimos días he estado dándole vueltas a una paradoja en la que me encuentro instalado. La paradoja podría plantearse en estos términos: sostengo que el síndrome genético de mi hijo es, objetivamente, un mal, una carencia: le falta un trozo de cromosoma que debería estar ahí. Y sin embargo, no puedo negar el bien que su particular situación en el mundo implica. A ver si consigo explicarme: daría lo que fuera por ver a mi hijo de tres años correr detrás de sus hermanos, jugar o comer con las manos poniéndose de tomate hasta las cejas. Que pudiera no ya ponerse en pie, sino meramente sentarse por sí mismo sin caerse como un muñeco de trapo hacia cualquier lado. Que hablara torpemente como puede hacerlo un niño de su edad, ampliando el mundo con cada nueva palabra, articulándolo en una frase completa. Que llegara incluso un día, siendo él un adolescente educado, donde pudiéramos discutir el artículo de Arcadi Espada, rebatir sus argumentos, desde una visión política que excediera el pacto contractual de mínimos hacia una expansiva afirmación del bien común. Esto nunca va a pasar.
Ahora bien, faltando todo esto, siento un profundo agradecimiento por su vida. Y de nuevo, en sus carencias, refulge un horizonte impensado, el campo de lo imprevisto que él ha introducido en el mundo, empezando por nuestra propia familia. Podría hablaros de cómo han cambiado las cosas, de la rendición del tiempo, pues él ha introducido la demora y la paciencia en casa. Al ser incapaz de imponerse frente a los demás, de reclamar su parcela con avidez al modo en que lo hacemos todos, su docilidad rompe la economía de los gestos simétricos, e impide los automatismos: exige, más bien, que te demores en su rostro, que lo mires a los ojos, que te encuentres con él. No responde al choque, a la vecindad, sino que te fuerza al encuentro, a la intimidad. En su debilidad, nos rescata de nuestra propia fuerza. Su silencio amansa nuestras palabras, interpela, te obliga a confrontarte con lo que dices.
Arcadi habla de crimen contra la humanidad. ¿Pero no emerge la humanidad precisamente cuando la avidez animal sucumbe ante el desvalido, ante el impotente, cuando el fuerte claudica ante el débil? Hay una anécdota de Primo Levi que de alguna manera apuntala esto. En aquél desgarrador testimonio de los campos de concentración (Si esto es un hombre), Levi narra el día en que los nazis abandonan a los más débiles ante el avance de las tropas aliadas. Muertos de frío, apenas con fuerzas, Levi y otros dos enfermos consiguen reparar una ventana y encender una estufa:
“Cuando quedó reparada la ventana desvencijada y la estufa empezó a calentar, pareció como si algo se ensanchase en cada uno de nosotros, y fue entonces cuando Towarowski (un franco–polaco de veintitrés años, con tifus) propuso a los otros enfermos que cada uno de ellos nos diese una rebanada de pan a los tres que trabajábamos, y su proposición fue aceptada.
Sólo un día antes un acontecimiento semejante habría sido inconcebible. La ley del Lager decía: «Come tu pan y, si puedes, el de tu vecino», y no dejaba lugar a la gratitud. Quería decir que el Lager había muerto.
Fue aquél el primer gesto humano que se produjo entre nosotros. Creo que se podría fijar en aquel momento el principio del proceso mediante el cual, nosotros, los que no estábamos muertos, de prisioneros empezamos lentamente a volver a ser hombres.
En el gesto de darnos mutuamente de comer emerge lo humano en detrimento de la bestia. De alguna manera, esta debilidad radical de los hijos «tontos, enfermos y peores» introduce en el mundo esta exigencia imperativa del cuidado, que hace nacer lo humano.
Por terminar, me asombra la contundencia de Arcadi Espada. Hay en su artículo un horizonte vital, implícito, que se reduce a un cálculo de costes y beneficios de no se sabe muy bien qué, pero que parece poner en el centro de dicho cálculo cierta capacidad de disfrute. Esto resulta en el artículo, lamentablemente muy vago, y estaría bien conocer hasta donde se extiende el horizonte vital de Arcadi. Intuyo que dicha contundencia, dicha claridad aritmética, solo es posible para una vida ajena a la dimensión del misterio que es constitutiva, para muchos, de la existencia humana. Tal vez sea éste el punto de discordia donde comenzar la discusión.
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