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Lu Tolstova

Ilustración de un bebéLu Tolstova

El hallazgo de biología molecular «profetizado» por Juan Pablo II

La biología molecular ha demostrado que durante la gestación, madre e hijo intercambian células que permanecen en ambos para toda la vida. El hallazgo da un nuevo significado a la relación entre Jesús y la Virgen, como explica el último número de La Antorcha

Del cine a la literatura, pasando por cualquier disciplina de las artes plásticas, pocos motivos de la vida cotidiana resultan tan elocuentes y evocadores como los lazos entre madre e hijo. Y parece normal, pues la psicología ha demostrado que el vínculo maternofilial es uno de los lazos más profundos y significativos en la vida de una persona.

Sin embargo, más allá de su derivada emocional e incluso espiritual, esta ligazón tiene una fascinante base fisiológica, que la biología molecular ha descubierto en las últimas décadas a través del proceso conocido como microquimerismo maternofetal. Un hallazgo científico cuyas repercusiones teológicas son, si cabe, aún más llamativas. De sus detalles da cuenta La Antorcha, la revista gratuita editada por la Asociación Católica de Propagandistas, y cuyo último número ha sido dedicado a la relación entre fe y ciencia.

¿Qué es el microquimerismo maternofetal?

Descubierto por primera vez en 1996 por la doctora Diana Bianchi, directora del Instituto Nacional para la Salud Infantil de Estados Unidos, el microquimerismo maternofetal se refiere a la presencia de un pequeño número de células que madre e hijo se intercambian durante el embarazo, y que no se eliminan tras el parto.

Dicho de otro modo: en los meses de gestación, el bebé y su madre se traspasan mutuamente una serie de células a través de la placenta, que pasan a integrarse en el cuerpo de cada uno a pesar de ser genéticamente distintas, y que lejos de eliminarse como en la mayoría de los procesos fisiológicos, se mantienen en el organismo a lo largo de toda la vida.

Esto significa que, más allá de lo emocional, una parte física de cada hijo gestado permanece de forma real y para siempre en el cuerpo de la madre, y viceversa. De hecho, el término 'quimerismo' que le dieron la Dra. Bianchi y su equipo proviene, precisamente, de la palabra 'quimera', en alusión a la célebre criatura mitológica compuesta por partes de diferentes animales, para crear uno más completo y poderoso.

Una protección para la madre

Las investigaciones en torno a este proceso no han cesado desde entonces. Y son, a cada cual, más reveladoras. Por ejemplo, un equipo liderado por el doctor Kiarash Khosrotehrani, uno de los mayores expertos del mundo en cáncer de piel y director del Grupo de Dermatología Experimental de la Universidad de Queensland (Australia), demostró en 2004 que algunas de las células que migran del cuerpo del bebé al de la madre son de tipo pluripotencial, y pueden integrarse en tejidos de la piel, en el hígado, en el corazón e incluso en el cerebro.

Y no sólo eso, sino que algunas de estas células participan activamente en los procesos de regeneración y reparación tisular, que son los encargados de reparar y sanar los tejidos dañados. Es decir, que las células del hijo protegen a la madre en procesos como enfermedades cutáneas, hepatitis o incluso lesiones cardíacas, como también apuntó en 2006 un estudio dirigido por la doctora Laurence Loubiere, del Departamento de Neurociencia Clínica de la Universidad de Cambridge.

Microquimerismo en Nazaret

Que el hallazgo del microquimerismo maternofetal se haya realizado en modernos laboratorios no esconde el hecho de que su desarrollo se produce en la cotidiana normalidad de cualquier hogar, donde una madre gesta a su bebé. Y que, por tanto, también sucedió así en aquella humilde casa de Nazaret, donde la Virgen María concibió a Jesús «por obra y gracia del Espíritu Santo», según el relato de san Lucas.

Gracias a estas investigaciones, hoy sabemos que, desde una perspectiva biológica, hubo células de Jesucristo que permanecieron en el cuerpo de María durante toda su vida, y viceversa: una parte de la Virgen permaneció siempre en el cuerpo de Jesús, confirmando la presencia de María allí donde Él se encontraba. Un dato que, amén de evocador y emotivo, también tiene unas profundas implicaciones teológicas.

A Cristo, por María

El Magisterio de la Iglesia ha defendido siempre el especial vínculo que existe entre la Virgen y su Hijo, empezando por el primero de los dogmas confirmados por la Iglesia primitiva: su maternidad divina (definida formalmente en el Concilio de Éfeso en el 431 d. C.). Esta asociación indisoluble, como decía san Juan Damasceno, Doctor y Padre de la Iglesia, tiene su sentido en que «convenía que la Madre de Dios poseyera lo mismo que su Hijo», y ha sido reflejada por la tradición en la popular expresión «A Jesús, por María».

Pero la conciencia de que la Virgen María llevó células de Jesucristo en su cuerpo (y al no haber experimentado la corrupción ni la muerte, también podría de algún modo conservarlas en su cuerpo glorioso asunto al cielo), implica que, en el cuerpo de Jesús, desde Nazaret al Gólgota, estuvo siempre presente su Madre, de manera real y física. Y, por tanto, también tras su resurrección algo de María podría permanecer siempre en Jesús, y viceversa.

Microquimerismo… ¿en la Eucaristía?

La pregunta es, ¿también en su Cuerpo Eucarístico hay una presencia de María, no de carácter fisiológico, sino espiritual y divino? ¿Podría darse una suerte de divino microquimerismo maternofetal, que asocie de modo real la presencia de la Virgen con el sacramento del altar?

Aunque lo tocante a la Eucaristía no deja de ser siempre un mysterium fidei, la respuesta podría haberla dado de forma profética san Juan Pablo II, cuando escribió Ecclesia de Eucharistia en 2003 –es decir, en pleno desarrollo del estudio de este fenómeno celular–: «María concibió en la anunciación al Hijo divino, incluso en la realidad física de su cuerpo y su sangre, anticipando en sí lo que en cierta medida se realiza sacramentalmente en todo creyente que recibe, en las especies del pan y del vino, el cuerpo y la sangre del Señor. (…) Aquel cuerpo entregado como sacrificio y presente en los signos sacramentales, ¡era el mismo cuerpo concebido en su seno! Recibir la Eucaristía debía significar para María como si acogiera de nuevo en su seno el corazón que había latido al unísono con el suyo y revivir lo que había experimentado en primera persona al pie de la cruz. (…) María está presente con la Iglesia, y como Madre de la Iglesia, en todas nuestras celebraciones eucarísticas. Así como Iglesia y Eucaristía son un binomio inseparable, lo mismo se puede decir del binomio María y Eucaristía».

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