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Julio l. martínez, sj

No hay derecho al aborto

Blindar el derecho a abortar no es un avance civilizatorio sino una siembra de más fragmentación, desmoralización y polarización en nuestras maltrechas y tensionadas sociedades

Actualizada 04:30

Francia ha convertido el derecho al aborto en libertad garantizada constitucionalmente. No debemos pasar de largo ante este hecho como si fuese inocuo, porque es dañino y expresión tristísima de la deriva nihilista de una política sin sentido del bien común, para la cual ningún derecho fundamental –ni siquiera el de la vida humana– está a salvo de ser arbitrariamente derogado y casi cualquier pretensión es susceptible de convertirse en derecho constitucional. La grandeur del Palacio de Versalles con la solemnidad y el boato del acto de la votación y firma de la revisión constitucional habrá servido seguramente para anular las voluntades críticas y ahuyentar las voces discrepantes, pero ojalá no impida pararse a ver la gravedad de lo que se ha aprobado.

El cambio presentado por el presidente Macron como «orgullo francés y mensaje universal» tiene lugar cinco décadas después de la aprobación de la despenalización del aborto a través de la conocida como Ley Veil (1975), por Simone Veil, entonces ministra de Sanidad y luego presidenta del Parlamento Europeo. En España, la ley de despenalización de la interrupción voluntaria del embarazo en tres supuestos (violación, malformación del feto y riesgo para la salud física o psíquica de la madre) fue aprobada diez años más tarde. Es oportuno recordar aquí que nuestro ordenamiento jurídico –por la sentencia del Tribunal Constitucional 53/85– define al «nasciturus» como un bien jurídico constitucionalmente protegido por el artículo 15 de nuestra Constitución que dice: «Todos tienen derecho a la vida». Al referirse a «todos», no excluye a ningún ser humano en cualquiera de las etapas de su ciclo vital o en cualquiera de las circunstancias en que se encuentre. Así, la defensa del valor y dignidad de la vida humana, desde la concepción hasta la muerte natural, aparece como un derecho fundamental cuya (des)protección no debe quedar al albur de la preferencia personal o la elección privada.

Por la lógica de la pendiente resbaladiza hemos llegado a un punto extremo que ahora se quiere blindar: al aborto como derecho fundamental de la mujer o a la elevación de eslóganes como «nosotras parimos, nosotras decidimos» o «nuestro cuerpo, nuestra decisión» al máximo rango jurídico. Todo lo que hace años nos afanamos en clarificar el estatuto del embrión humano o en afrontar los conflictos de valores y derechos entre el bien supremo de la vida en gestación y la situación de peligro o menoscabo para la vida o la salud de la madre, ha sido arrollado por un supuesto derecho irrebatible y absoluto de la mujer a decidir sobre la vida de su hijo, amparado en un pretendido derecho de propiedad sobre su propio cuerpo, que relega al segundo plano cualquier derecho del «nasciturus» a ser protegido por sus padres y por la sociedad. Acaso no sea esa la intención de todos los legisladores que han apoyado el blindaje constitucional, pero lo que acabo de describir creo que es realmente lo que acaba sucediendo.

La deriva jurídica avanza espoleada por una sensibilidad menguante de la opinión pública ante el valor de la vida humana y creciente en relación a los derechos de la vida animal o al cuidado medioambiental. La próxima etapa del viaje será llevar el derecho al aborto a la Carta de derechos fundamentales de la Unión Europea; Macron promete no cejar hasta conseguir el empeño.

La Torre Eiffel iluminada a favor del aborto

La Torre Eiffel iluminada a favor del abortoAFP

Si durante décadas incluso se buscaba eludir la palabra aborto recurriendo a fórmulas eufemísticas como interrupción voluntaria del embarazo o poner fin a la gestación, hoy tal rubor se ha esfumado, pero no así el temor a informar sobre la realidad del aborto o del proceso de gestación del nuevo ser. Se dan por buenas graves intromisiones en la libertad de expresión por parte de Estados que se arrogan el derecho a decidir qué información pueden o no recibir las mujeres, bajo la capa del bien falso de evitarles presiones, culpabilidades o amarguras, por aquello de «ojos que no ven corazón que no siente».

Pero no nos engañemos: los avances en el conocimiento de la biología molecular del embrión y del feto refrendan que el concebido es un ser humano genéticamente único. Y el carácter único del nasciturus reclama a la recta razón no ideologizada el reconocimiento ontológico, el respeto ético y la protección jurídica. Junto a su unicidad y dignidad, aparece su radical vulnerabilidad, que la misma biología identifica en el «síndrome de apego», ese impresionante vínculo de tipo afectivo que se da en los mamíferos placentarios con base en el diálogo molecular madre-embrión desde las primeras etapas de la gestación. Esos procesos son capitales para el desarrollo fisiológico/psicológico del nuevo concebido, cuyo primer hogar es el seno materno donde puede ser acogido como don o recibido como problema; o descartado como si fuera un amasijo de células de las que alguien puede desembarazarse como quien se libra de un bulto molesto.

Por mucho que los datos estadísticos sobre la interrupción voluntaria del embarazo en cualquiera de las etapas del desarrollo ontogenético nos digan que el aborto goza de una amplia aceptación social, que nadie dude que detrás de los números hay también dramas humanos –psicológicos y morales– de quien ha atravesado un trance de profunda afectación interior, que no es como la extracción de una muela, por más que se trate de hacer de ello algo indoloro y neutro. Por mucha posverdad ambiental que ofusque las conciencias con una ubicua y potente propaganda, el hondón de cada persona ahí está como memoria original del bien y la verdad. A los que tanto interés tienen por hacerse fotos con el papa Francisco conviene repetirles unas palabras de quien es firme defensor de una ética coherente de la vida: «El aborto es más que un problema, el aborto es un homicidio. Sin medias palabras: quien realiza un aborto, mata».

Sin duda uno de los grandes avances de la humanidad es hoy la liberación de la mujer en muchos campos de la vida, abriéndole caminos a su realización humana completa y combatiendo discriminaciones, violencias y desventajas en derechos y libertades. No cabe sino alegrarse por la justicia de esa causa y por el enriquecimiento humano que comporta, para seguir apostando decididamente por la igualdad, pues queda aún mucho por hacer. Pero lo que resulta muy empobrecedor e injusto es que para ello tengamos que convertir la maternidad en una rémora y atacar la familia, como si liberación de la mujer fuese liberación de la maternidad. Humildemente me parece un grave error creer que el control responsable sobre el propio cuerpo pase por «adueñarse» de la vida que alberga en sus entrañas con libertad para terminar con el embarazo sin límites ni condiciones.

Estar a favor de la vida es también estar a favor de la mujer, y para que sus derechos y el respeto por la vida en todas sus formas confluyan positivamente, la sociedad no debe escatimar los recursos necesarios para apoyar la maternidad, el cuidado y la educación en el marco de una ética consistente de la vida. En tal sentido, hace unos días decían los obispos franceses que sí hubiera sido un honor para su país poner en el centro de la Constitución más apoyo y protección para las mujeres y los niños.

Blindar el derecho a abortar no es un avance civilizatorio sino una siembra de más fragmentación, desmoralización y polarización en nuestras maltrechas y tensionadas sociedades. Por respeto al pluralismo, al diálogo y a la tolerancia, es momento de declarar algunas verdades fundamentales acerca de la existencia humana, como ésta que expresó Benedicto XVI: «El libro de la naturaleza es uno e indivisible, tanto en lo que concierne a la vida, la sexualidad, el matrimonio, la familia, las relaciones sociales, en una palabra, el desarrollo humano integral. Los deberes que tenemos con el ambiente están relacionados con los que tenemos para con la persona considerada en sí misma y en su relación con los otros. No se pueden exigir unos y conculcar otros. Es una grave antinomia de la mentalidad y de la praxis actual, que envilece a la persona, trastorna el ambiente y daña a la sociedad» (Caritas in veritate, 51).

  • Julio L. Martínez es catedrático de Teología Moral en la Universidad Pontificia Comillas (Madrid).
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