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Lecciones de poesíaAndrés Amorós

La feliz plenitud del amor físico

Oliverio Girondo (1891-1967): «Se miran…». La literatura como un juego al que hay que saber jugar

Retrato de Oliverio GirondoGobierno de Argentina

No ha llegado a ser un autor popular en España el argentino Oliverio Girondo. Tampoco creo que lo sea en su país natal, Argentina, pero la singularidad de su escritura atrae a muchos lectores, que lo han convertido en uno de esos «raros» a los que amamos, en un autor de culto.

Nació Oliverio Girondo en Buenos Aires, en una familia acomodada. Gracias a eso, tuvo una educación selecta, estudió en Inglaterra y en Francia. Igual que otros argentinos, pudo viajar por Europa.

Conoció de primera mano los movimientos europeos de vanguardia, en los «felices años veinte»; por ejemplo, el surrealismo, a través del poeta franco-uruguayo Jules Supervielle. También visitó España y fue amigo de Ramón Gómez de la Serna, Federico García Lorca, Rafael Alberti…

En Buenos Aires, formó parte del grupo Florida, junto con Borges, Macedonio Fernández, Victoria Ocampo y Marechal (el autor de la singularísima novela Adán Buenosayres, una de las lecturas preferidas del Papa Francisco). Defendían —y practicaban— una literatura urbana, elitista, cosmopolita, irónica.

También codirigió Girondo la revista Martín Fierro. En ella publicó un manifiesto, donde defendía la modernidad, el «arte nuevo», nacido de la necesidad de redescubrir la realidad, al contemplarla con ojos limpios:

«Todo es nuevo bajo el sol, si se mira con unas pupilas actuales y se expresa con un acento contemporáneo».

Esta frase la hubieran firmado, en aquellos años, Ramón Gómez de la Serna, Lorca, Dalí, Buñuel, Sebastián Gasch, Guillermo de Torre…

Como a ellos, también al joven Oliverio Girondo le gustaba escandalizar, épater le bourgeois:

«Los únicos brazos entre los cuales nos resignaríamos a pasar la vida son los brazos de las Venus que han perdido los brazos».

Se oponía, por supuesto, al academicismo, al sentimentalismo barato (lo que Lorca y Dalí llamaban «los putrefactos»): «El arte es el peor enemigo del arte».

Veía la literatura como un juego, pero un juego que hay que jugar con el máximo rigor. Eso incluye también, por supuesto, el humor: «No hay crítico comparable al cajón de nuestro escritorio». Es lo mismo que defendía Juan Ramón: «Ni un solo día sin… romper una página».

En 1922, Oliverio Girondo publicó su primer libro, con un título provocativo: Veinte poemas para ser leídos en el tranvía. Tres años después, Calcomanías. Tradujo a Rimbaud: Una temporada en el infierno. Escribió caligramas, fue también pintor surrealista.

Se casó con la escritora Norah Lange; con ella, organizó lo que ahora llamaríamos happenings: una escultura de papel maché titulada El espantapájaros académico o el desfile de una sirena, en una carroza tirada por seis caballos.

En esta línea, su obra principal es En la masmédula, en la que hace juegos lingüísticos con asociaciones fonéticas, que algunos han comparado con las de César Vallejo y James Joyce.

Utiliza a veces Girondo enumeraciones caóticas —la figura retórica estudiada por Leo Spitzer—, que unen la pasión y la ironía:

«Muchas gracias al humo
a los microbios
al despertar
al cuerno
a la belleza
a la esponja
a la duda
a la semilla
a la sangre
a los toros
a la siesta…».

Nótese que, por debajo del aparente caos, mantiene el poeta perfectamente el ritmo clásico; podría imprimirse esto también como cuatro impecables endecasílabos, que rimarían en asonante 2º y 4º:

«Muchas gracias al humo, a los microbios,
al despertar, al cuerno, a la belleza,
a la esponja, a la duda, a la semilla,
a la sangre, a los toros, a la siesta…»

Está clarísimo que esta primera etapa de Oliverio Girondo —como la de otros vanguardistas de entonces— tenía un tono juvenil, feliz, por el gozoso descubrimiento del mundo: «La realidad es, en realidad, el más auténtico de los milagros».

Con el paso de los años, le llegaría también a él —igual que a tantos otros— el dolor y el peso de la melancolía.

El poema que he elegido posee un singular atractivo y ha alcanzado una notable popularidad, en Hispanoamérica: son muchos los que lo recitan y hasta lo cantan. Forma parte del libro Espantapájaros (1932), elogiado hasta la desmesura por Ramón Gómez de la Serna:

«En este libro admirable, del que no ha hablado ni un solo crítico de las grandes publicaciones y al que la envidia ha evitado toda alusión, está la enjundia del talento irrespetuoso de la mejor Argentina. En Espantapájaros, todas son fecundaciones del porvenir, lo inventado en este libro no tiene aún nombre. ¿Quién ha podido superar sus imágenes? ¡Nadie! Es uno de los pocos libros libres que no recomendaré para los colegios, pero que ayudan a vivir».

Cuando se publicó, este poema llevaba sólo, como encabezamiento, su número de orden: «12». Algunos lo mencionan como si éste fuera su título. Otros, por el comienzo de su primer verso: Se miran…

En los años veinte, los surrealistas franceses —por ejemplo, André Breton, en su novela autobiográfica Nadja— divulgaron el concepto del amour fou: el amor loco, todopoderoso, al que es imposible resistirse, aunque nos lleve a la ruina… Es lo mismo que expresa Oliverio Girondo. Con radical sencillez, lo dice en otro poema:

«¡Todo era amor… amor!
No había nada más que amor.
En todas partes se encontraba amor.
No se podía hablar más que de amor (…)
Amor-amor, que es, simplemente, amor.
Amor y amor… ¡y nada más que amor!».

Y lo repite en dos versos, que parecen una greguería de Ramón Gómez de la Serna: a las mujeres, «no les perdono / bajo ningún pretexto que no sepan volar».

En el poema elegido, vuelve Oliverio Girondo a tratar el tema del amor absoluto, uniendo ritmo musical, maestría clásica y libertad vanguardista. En este caso, se plantea un reto literario más difícil: dar forma poética a la feliz plenitud del amor físico.

Aunque algunos aprendices de escritores lo ignoren y aunque otros, más expertos, lo utilicen como fácil cebo para pescar lectores, la realidad es que intentar expresar eso en la literatura no es nada fácil, si no se quiere caer en la cursilería, por un lado, ni en la pornografía, por otro.

Lo atestigua una escritora tan poco mojigata como Anaïs Nin, cuando se queja de que le paguen por escribir cuentos eróticos:

«El sexo pierde todo su poder y su magia cuando se vuelve explícito, mecánico, exagerado; cuando se convierte en una obsesión mecanicista, algo aburrido».

En el capítulo 68 de Rayuela, mi amigo Julio Cortázar sortea con ironía el problema recurriendo al «glíglico», un lenguaje musical, inventado, que evoca la escena erótica gracias a su ritmo:

«Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes…»

No queda esto demasiado lejos de lo que hace Oliverio Girondo, en su poema. Métricamente, se trata de 23 endecasílabos: con una excepción (el verso primero), tienen acento rítmico en las sílabas tercera, sexta y décima. Hay varias rimas consonánticas, que añaden musicalidad, pero no siguen un esquema fijo.

El atractivo del poema radica, sobre todo, en su estructura: salvo el penúltimo verso, todos comienzan con el pronombre «se». En este caso, tiene valor recíproco, expresa las acciones que comparten los dos enamorados. Y se repite el «se» en cada una de las partes de los versos trimembres (salvo los casos de los verbos que no lo permiten: «despiertan», «reviven» y «resplandecen»).

Lo esencial es que, de forma escueta, implacable, sin adjetivos grandilocuentes ni comentarios baratos, se enumeran aquí una amplia serie de acciones y de sentimientos que comparte la pareja. Señalan los críticos que algunas de las acciones mencionadas son físicas, literales: «Se miran», «se besan», «se acarician»… Otras, la mayoría, son metafóricas: «Se acribillan», «se calcinan»…

Más importante me parece el ritmo musical: estamos ante lo que podemos llamar un «tema con variaciones». La repetición intensifica el efecto; además, no es monótona, avanza, tiene un sentido: evidentemente, la ola de amor va creciendo, culmina, descansa brevemente, resucita… La idea es muy buena y está perfectamente realizada, con una llamativa variedad de verbos.

Muchos artistas han intentado expresar este misterio del amor pleno, total. Baste con recordar una escultura de Rodin, El beso; con el mismo título de las pinturas de Klimt y de Munch.

De los más de setenta verbos del poema, elijo yo dos. El primero, «resplandecen»: la gloria deslumbrante del amor. Y, al final, después de unos puntos suspensivos, «se entregan»: la generosidad que implica cualquier amor es lo que nos permite romper nuestros límites.

«Se miran…»

Se miran, se presienten, se desean…
Se acarician, se besan, se desnudan…
Se respiran, se acuestan, se olfatean…
Se penetran, se chupan, se desnudan…
Se adormecen, despiertan, se iluminan…
Se codician, se palpan, se fascinan…
Se mastican, se gustan, se babean…
Se confunden, se acoplan, se disgregan…
Se distienden, se enarcan, se menean…
Se retuercen, se estiran, se caldean…
Se estrangulan, se aprietan, se estremecen…
Se tantean, se juntan, desfallecen…
Se repelen, se enervan, se apetecen…
Se acometen, se enlazan, se entrechocan…
Se agazapan, se apresan, se dislocan…
Se perforan, se incrustan, se acribillan…
Se remachan, se injertan, se atornillan…
Se desmayan, reviven, resplandecen…
Se contemplan, se inflaman, se enloquecen…
Se derriten, se sueldan, se calcinan…

Se desgarran, se muerden, se asesinan…
Resucitan, se buscan, se refriegan…
Se rehúyen, se evaden y… se entregan.
Oliverio Girondo.

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