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Andrés Amorós
Lecciones de poesíaAndrés Amorós

Romance del prisionero: Uno de los más misteriosos y bellos de nuestro Romancero

Un clásico del Romancero viejo que captura la voz de un prisionero en pleno mes de mayo

Actualizada 18:13

Colón cargado de cadenas visto por Lorenzo Delleani

Colón cargado de cadenas visto por Lorenzo DelleaniWikipedia

A mediados de mayo, parece oportuno recordar un hermoso poema que nos sitúa en este mes, desde su primer verso: «Que por mayo era, por mayo». Se trata del Romance del prisionero, una de las joyas de ese género. Así se ha reconocido en el mundo entero, pues se ha traducido a las principales lenguas.

Como ya he comentado, el Romancero clásico constituye uno de los frutos más hermosos de la cultura española; también, uno de los ejemplos más claros de cómo, en nuestra literatura, están indisolublemente unidos lo culto y lo popular. (Según Menéndez Pidal, en vez de poesía «popular», sería mejor hablar de poesía «tradicional», transmitida oralmente, con variantes). Cronológicamente, el Romance se extiende desde la Edad Media hasta hoy mismo.

El Romance del prisionero es uno de los más celebrados romances «viejos»: no conocemos quién fue su autor. (Otra cosa son los romances «nuevos», escritos por grandes artistas, como Lope y Góngora).

Se incluye este romance en el Cancionero musical de Palacio, de la época de los Reyes Católicos. Recientemente, lo han cantado Joaquín Díaz, Amancio Prada, Paco Ibáñez

La aparente sencillez de este romance es engañosa: incluye varios temas novelescos y plantea bastantes incógnitas, como ha señalado Donald McGrady.

Llama la atención que comience con un «Que», sintácticamente innecesario. (Hará lo mismo Federico García Lorca, al iniciar la última estrofa de su precioso poema Sorpresa: «Que muerto se quedó en la calle…»). En el caso de este romance, parece sugerir, así, la conexión con un pasado que desconocemos.

Al leerlo, no sabemos quién habla, ni dónde está, ni por qué, pero lo primero que se nos aclara es la circunstancia temporal: «Que por mayo era, por mayo…» Evidentemente, está aludiendo a la plenitud de la primavera, que había comenzado en marzo.

Muchos refranes españoles lo confirman: «Marzo ventoso y abril lluvioso hacen a mayo florido y hermoso». En mayo, hay más horas de luz; por eso, «corre más el galgo» y se necesita menos la luz de la lumbre: «Mayo ha llegado, guarda la rueca el sobrado». Ese mes, disfrutamos de más sol: «San Isidro Labrador, quita el agua y seca el sol». Por eso, le damos la bienvenida: «Norabuena venga mayo, el mejor mes de todo el año». Nos trae la alegría: «Las flores de mayo alegran el ánimo». Nos impulsa a disfrutar de la naturaleza: «El cordero, en mayo, retoza en el prado». Y, por supuesto, nos empuja al amor: «Por la cruz de mayo, las niñas desmayo».

Alude este último refrán a la fiesta de las cruces de mayo, que conmemora la Invención (‘hallazgo’) de la Santa Cruz: la encontró Santa Elena, la madre de Constantino. Hoy mismo, la fiesta de las cruces de mayo sigue aportando la belleza de las flores a las calles y patios de Córdoba, Granada, Jaén, Sevilla… En Madrid se celebra también la fiesta de las Mayas, que tiene muy antiguas raíces folclóricas.

Volvamos al romance, que desarrolla esta circunstancia temporal: «cuando los trigos encañan / y están los campos en flor cuando canta la calandria y responde el ruiseñor». Por supuesto, las flores son símbolo de belleza; el trigo, de fertilidad. (José Manuel Blecua publicó dos preciosas antologías, que merecerían reeditarse: Las flores en la poesía española y Los pájaros en la poesía española).

En mayo –continúa este romance– «canta la calandria / y responde el ruiseñor». Una muy larga tradición, desde la poesía grecolatina, menciona a las aves como mensajeras del amor, que llevan recados entre los enamorados. En La Celestina, canta Melibea:

  • «Papagayos, ruiseñores,
    que cantáis al alborada,
    llevad nueva a mis amores
    cómo espero aquí sentada».

Dentro de eso, el ruiseñor (en inglés, nightingale) canta de noche; la calandria, en cambio, anuncia la llegada del alba. La poesía suele presentar al ruiseñor como cómplice de los amores prohibidos; a la calandria (o la alondra, de la misma familia), como triste mensajera de que la noche de amor ha concluido.

Por eso discuten Romeo y Julieta cuál de los dos cantos es el que han escuchado, en la famosa escena del balcón. Para que Romeo no se vaya, defiende Julieta que es el ruiseñor el que ha cantado: una prueba de que todavía es de noche:

  • «¿Ya quieres irte? No ha asomado el día.
    La voz del ruiseñor, no de la alondra,
    ha llegado a tu oído temeroso:
    canta en la noche, encima del granado.
    ¡Fue el ruiseñor, lo sabes, amor mío!»

Pero Romeo, en unos versos de enorme belleza, le recuerda la triste realidad: ha sido la alondra la que ha cantado, anunciando que ya ha concluido inexorablemente la noche de amor:

  • «Fue la alondra que anuncia la mañana;
    no el ruiseñor, mi amor.
    Mira esas rayas de luz envidiosa,
    que desgarran las nubes, allá lejos.
    Se apagaron los cirios de la noche;
    de puntillas, el día se levanta
    sobre la bruma de los altos montes.
    ¡Si parto, vivo! ¡Si me quedo, muero!»

Curiosamente, este tema literario llega hasta un poema –bastante cursi, me temo– de Fernando Periquet, que sirve de texto a una de las preciosas tonadillas de Enrique Granados, La maja y el ruiseñor, cantada con admirable dulzura por Victoria de los Ángeles:

  • «¿Por qué entre sombras el ruiseñor
    entona su armonioso cantar? (…)
    Guarda quizás su pecho oculto tal dolor
    que en la sombra espera alivio hallar,
    triste entonando cantos de amor. ¡Ay!»

En el Romance del prisionero, el verso 9º, con un notable cambio de ritmo, nos informa de algo nuevo: no estamos escuchando la voz de un poeta sino la de un personaje, que cuenta su historia: «triste, cuitado / que vivo en esta prisión…» De ahí el título con el que se conoce este poema. El contraste es conmovedor: frente a la alegría de la naturaleza, la tristeza del prisionero.

No sabemos quién es este personaje ni por qué lo han encerrado en esa prisión. Sólo añade el poema que su único consuelo era el canto de una avecilla, a la que ha matado un ballestero: un dolor reduplicado.

No parece muy aventurado suponer lo que el anónimo autor nos está sugiriendo: este prisionero puede estar pagando sus culpas como enamorado de quien no debiera, una de tantas «malmaridadas» del romancero. El marido engañado se ha vengado del ofensor haciendo que lo encierren en una cárcel. (Según la leyenda, eso es lo que le sucedió a Macías el Enamorado, el trovador gallego del siglo XIV). Ya que el ofendido no ha podido lograr que lo condenen a muerte, completa su venganza haciendo que un ballestero mate al ruiseñor: su único consuelo y, a la vez, el que fue cómplice de su aventura galante.

Con ese lamento y con la maldición del ballestero, concluye el romance. Los oyentes y los lectores, sin duda, desearían saber más de esta historia; sobre todo, averiguar cómo acabará, que le sucederá a este prisionero enamorado, con el que es tan fácil identificarse.

Como el romance tuvo mucha difusión, en el siglo XVI, otro autor escribió una versión más larga, que lo continúa. En ese final añadido, el Rey ha escuchado la historia del prisionero, se compadece de él y ordena que lo liberen:

  • «Oídole había el Rey,
    mandóle quitar la prisión».

Aunque muchos lectores podamos desear un final feliz, la versión larga del romance es un fiasco poético. La causa está clara: no se trata sólo de que el nuevo autor sea más tosco, sino que la solución adoptada es errónea: que el prisionero salga de su cárcel, felizmente liberado, quita a su historia toda la grandeza trágica.

Además, le priva al poema de uno de sus mayores atractivos: la ambigüedad. Señalaba certeramente Menéndez Pidal una característica básica de Romancero: el fragmentarismo. Con el término divulgado por Umberto Eco, este romance nos fascina porque es una «obra abierta», no tiene una conclusión artificial, impuesta.

Podemos decir lo mismo de una forma coloquial, más sencilla, más fácil de entender: tanto en la poesía como en nuestra vida cotidiana, una de las cosas más difíciles, para todos nosotros, es saber callarnos a tiempo. Eso es lo que ha hecho magistralmente el anónimo autor de este romance. En ese misterio radica, en buena medida, su permanente fascinación.

Romancero del Prisionero

Que por mayo era, por mayo,

cuando hace la calor,

cuando los trigos encañan

y están los campos en flor,

cuando canta la calandria

y responde el ruiseñor

cuando los enamorados

van a servir al amor,

sino yo, triste, cuitado,

que vivo en esta prisión,

que ni sé cuándo es de día

ni cuándo las noches son,

sino por una avecilla

que me cantaba al albor.

Matómela un ballestero,

déle Dios mal galardón.

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