El amor es la única verdad, la única libertad
Luis Cernuda (1902-1965) entre la realidad y el deseo: «Si el hombre pudiera decir lo que ama»

El escritor Luis Cernuda dibujado por Gregorio Prieto
La gran generación del Veintisiete, cuyo centenario se está empezando ya a preparar en Sevilla y en Madrid, comprende —como ya comenté en El Debate— muchos ámbitos de nuestra cultura: novelistas, ensayistas, dramaturgos, pintores, músicos, arquitectos, médicos, científicos, toreros, bailarines, cineastas…
Su núcleo central lo componen ocho grandes poetas, unidos por conmemorar en Sevilla, ese año, el centenario de don Luis de Góngora. Uno de ellos, Vicente Aleixandre, ganó el Premio Nobel, pero todos tenían suficiente categoría para haberlo obtenido. (Así me lo confirmó el que era Secretario de la Academia Sueca, Arthur Lundquist).
Curiosamente, los estudiosos suelen agrupar a estos ocho poetas por parejas: los neopopularistas Federico García Lorca y Rafael Alberti; dos grandes amigos, Jorge Guillén y Pedro Salinas; los poetas profesores, Dámaso Alonso y Gerardo Diego; los influidos por el surrealismo francés, Vicente Aleixandre y Luis Cernuda.
Es ésta la segunda gran generación poética de nuestra historia: en la primera, hacia 1605 (la fecha del Quijote) coinciden en Madrid, en lo que hoy llamamos el Barrio de las Letras, nada menos que Góngora, Quevedo, Cervantes, Lope de Vega y sus seguidores. Como suele pasar entre colegas, varios de ellos se llevan fatal, se atacan con sátiras feroces.
La del Veintisiete, en cambio, se suele llamar «la generación de la amistad». Así lo proclama Jorge Guillén en el poema Unos amigos. (Diciembre de 1927). (Respeto la grafía de don Jorge, que ponía mayúsculas al comienzo de cada verso):
- «Aquel momento ya es una leyenda (…)
Un recuerdo de viaje
Entre quienes, aún mozos,
Se descubrían gustos, preferencias
Entre sí comunes.
¡Poesía!
Y nos fuimos al Sur (…)
Concluyó la excursión.
Juntos ya para siempre».
Pero había matices, dentro de esa amistad. Los íntimos de verdad fueron Salinas y Guillén. Alberti miraba con recelo los éxitos teatrales de Lorca. Y Luis Cernuda llegó a atacar duramente a alguno de los que se quedaron en España, después de la guerra. Le movía, por supuesto, el rencor político pero también un carácter difícil, marcado por muchos contratiempos.
Una vez más, he de repetir aquí algo que debería ser innecesario, por obvio: la bondad o maldad de un artista no tiene nada que ver con la categoría artística de su obra. No fueron precisamente modelos éticos Benvenuto Cellini, Caravaggio, Quevedo, Góngora, Óscar Wilde, Juan Ramón Jiménez… pero sí fueron grandes artistas. En cambio, conozco a muchos honrados ciudadanos y buenos padres de familia que escriben, pintan o componen obras mediocres.
En las cartas íntimas que intercambiaron Guillén y Salinas se ve muy claramente cuál era su opinión sobre Luis Cernuda, como persona (también, sobre Juan Ramón). Don Jorge Guillén me dijo, una vez: «¡Lo que hemos tenido que sufrir Pedro (Salinas) y yo para seguir siendo amigos de Luis (Cernuda)!». No es algo muy raro: todos tenemos la experiencia de amigos a los que estimamos, a pesar de conocer de sobra sus defectos.
Todos los testimonios coinciden en que Luis Cernuda (1902-1965) debió de pasarlo muy mal, de joven, en su Sevilla natal. Su natural elegancia, su dandismo, chocaba con su penuria económica. Además, aquella sociedad, tan conservadora, no aceptó su homosexualidad.
Su carácter, nada humilde, tampoco le debió de facilitar su encaje en el mundo académico de varios de sus compañeros de generación. Luego, su exilio en Inglaterra, Estados Unidos y Méjico le trajo nuevos problemas y sufrimientos: en su obra poética hay huellas de sobra de todo ello.
Desde fuera de España, expresa Cernuda un antipático resentimiento, que apenas oculta su real nostalgia. Por eso, se identifica simbólicamente con otros escritores españoles a los que España trató —según él— injustamente: Larra, Galdós y, sobre todo, Góngora:
el poeta cuya palabra lúcida es como diamante,
harto de fatigar sus esperanzas por la corte,
harto de su pobreza noble que le obliga
a no salir de casa cuando el día, sino al atardecer, ya que las
sombras,
más generosas que los hombres, disimulan
en la común tiniebla parda de las calles
la bayeta caduca de su coche y el tafetán delgado de su traje;
harto de pretender favores de magnates,
su altivez humillada por el ruego insistente,
harto de los años tan largos malgastados
en perseguir fortuna lejos de Córdoba la llana y de su muro
excelso,
vuelve al rincón nativo para morir tranquilo y silencioso.
Ya restituye el alma a soledad, sin esperar de nadie
Si no es de su conciencia».
Tardó Cernuda en ser reconocido como gran poeta más que sus compañeros de generación. Sin embargo, su prestigio ha crecido tanto que, ahora mismo, es uno de los escritores del Veintisiete más estimados por los críticos y los lectores de poesía; uno de los que ha ejercido mayor influencia sobre los poetas últimos.
Su poesía se centra en la meditación, más que en la musicalidad. Por eso, defiende la poesía de Cervantes, injustamente valorada, frente a una tradición española verbosa y efectista: la de Zorrilla, por ejemplo. También, sorprendentemente, reivindica la poesía de Campoamor.
A Cernuda le influyen los surrealistas franceses y los poetas metafísicos ingleses. No respeta las estrofas clásicas. Igual que Aleixandre, suele utilizar los versículos sin rima pero con ritmo (al fondo, los versículos de la Biblia y de la poesía inglesa).
En algunas etapas, cultiva Cernuda el culturalismo, proyecta sus sentimientos sobre figuras históricas que le resultan atractivas; por ejemplo, en el poema Luis II de Baviera escucha Lohengrin, del libro Desolación de la quimera. Los dos, el «rey loco» y el poeta, desprecian la realidad material, se refugian en su torre de marfil para vivir sus sueños:
- «Asiste a doble fiesta: una exterior, aquélla
de que es testigo: otra interior, allá en su mente,
donde ambas se funden (como color y forma
se funden en un cuerpo), componen
una misma delicia (…)
Ni existe el mundo ni la presencia humana
Interrumpe el encanto de reinar en sueños (…)
Ésa es la vida y trata fielmente de vivirla:
que le dejen vivirla…»
Su libro fundamental, al que, en sucesivas ediciones, se van incorporando nuevos poemas, tiene un título que resume bien el sentido total de su obra: La realidad y el deseo. Entre esos dos polos se mueve siempre Luis Cernuda (y nos movemos todos).
Si queremos ponerle a esto una etiqueta, podemos llamarlo nuevo romanticismo. No me refiero al romanticismo histórico, decimonónico, sino a una especie de romanticismo eterno, una constante («eón», lo llamaba Eugenio d’Ors, siguiendo a Leibnitz): la permanente búsqueda de un paraíso perdido, que nunca recuperaremos.
En 1932, con menos de treinta años, respondía con este orgulloso nihilismo a la pregunta de Gerardo Diego sobre su Poética (un trámite casi obligatorio, para ser incluido en su Antología):
«No valía la pena de ir poco a poco olvidando la realidad para que ahora fuese a recordarla, y ante qué gentes. La detesto como detesto todo lo que a ella pertenece: mis amigos, mi familia, mi país. No sé nada, no quiero nada, no espero nada. Y, si aún pudiera esperar algo, sólo sería morir allí donde no hubiese penetrado aún esta grotesca civilización que envanece a los hombres».
Y, dos años después, añadía estas frases, que preludian ya el título de su gran libro: El origen de estas nuevas líneas sería para acercar el deseo, mi deseo, a la realidad.
Pero el motivo central de la poesía de Luis Cernuda no es otro que el tema eterno del amor: un amor corporal y espiritual, que necesita la plena comunión y sabe que es imposible, que da esperanza y trae desesperación… El amor.
El poema que he elegido pertenece al libro Los amores prohibidos (1931). No me importa mucho la anécdota biográfica de si nace de una relación sentimental concreta o no. Tampoco debe importar al lector si esa relación sentimental era homosexual o heterosexual: cada lector lo aplicará a su propia experiencia. Lo que importa es la hondura de pensamiento y la belleza de expresión que posee esta meditación sobre el amor.
Se suele decir que ese libro de Cernuda responde a su etapa surrealista pero, en este poema, creo que no se advierte: no existen aquí metáforas irracionales ni asociaciones sorprendentes; se entiende con facilidad.
Métricamente, este poema no tiene rima, ni está compuesto por versos de medida unitaria. Son versículos de extensión variable, de 2 a 20 versos, con predominio de los versos largos, que poseen un ritmo fácilmente perceptible. Abundan las repeticiones, las simetrías: la sensación es la de una serie de olas, que avanzan todas en la misma dirección, empapando cada vez más la arena de nuestra playa.
El poema se compone de tres partes: dos grandes temas y un envío final. La primera parte trata del amor como verdad (14 versos); la segunda, del amor como libertad (7 versos); el envío final son sólo 3 versos.
En un libro que tuvo gran fortuna, Sobre el amor, denunciaba el muy inteligente Stendhal el engaño del amor romántico: no nos enamoramos de una persona real sino de un falso ideal, al que, gracias a determinadas circunstancias, atribuimos unas cualidades que no posee (eso es lo que llama Stendhal la «cristalización»). Pero esa imagen que hemos construido no soporta la confrontación con la realidad. Por eso, inevitablemente surgen la decepción y el fracaso: solemos achacar la culpa de esa catástrofe a la persona a la que hemos idealizado.
A pesar de su hondo pesimismo, rechaza Cernuda esta falacia: el amor –nos dice- es la verdad, «la verdad ignorada» pero real, la única verdad que nos define. En 14 versos, repite esa palabra nada menos que 7 veces, como un ritornello musical obsesivo: «la verdad de su amor verdadero».
Pasa luego a plantear otra cuestión que también puede angustiarnos: cuando nos enamoramos, ¿perdemos la libertad, por encadenarnos a otra persona? El esquema se repite: a pesar de su habitual pesimismo lúcido, defiende Cernuda lo contrario: el amor no nos quita la libertad; todo lo contrario, nos la da. Proclama triunfalmente: «Libertad no conozco sino la libertad de estar preso en alguien…».
Los poemas medievales solían concluir con un «envío» a un destinatario concreto; algo así como el nombre que escribimos, en el sobre de una carta. Utilizar este esquema le ofrece a Luis Cernuda la mejor conclusión: el poema está dirigido a un «tú», a la persona amada.
No importa que esa persona lo sepa o no, ni que acepte o no corresponder a ese amor: «Si no te conozco, no he vivido». Repite, con la solemnidad de un redoble de campana: «Si muero sin conocerte… no he vivido».
En una conocida Rima, afirma Bécquer: «Podrá no haber poemas, pero siempre / habrá poesía». De modo semejante, proclama Luis Cernuda: «No es el amor quien muere, / somos nosotros mismos». Y acaba, reforzando la negación: «No, no es el amor quien muere».
A pesar de todo el pesimismo que su lucidez le impone, la conclusión de Luis Cernuda es rotunda, triunfal: el amor es la única verdad, la única libertad.
como una nube en la luz;
si, como muros que se derrumban
para saludar la verdad erguida en medio,
pudiera derrumbar su cuerpo,
dejando sólo la verdad de su amor,
la verdad de sí mismo,
que no se llama gloria, fortuna o ambición
sino amor o deseo,
yo sería aquél que imaginaba,
aquél que, con su lengua, sus ojos y sus manos,
proclama ante los hombres la verdad ignorada,
la verdad de su amor verdadero,
Libertad no conozco sino la libertad de estar preso en
alguien
cuyo nombre no puedo oír sin escalofrío;
alguien por quien me olvido de esta existencia mezquina,
por quien el día y la noche son para mí lo que quiera,
y mi cuerpo y espíritu flotan para mí en su cuerpo y espíritu
como leños perdidos que el mar anega o levanta
libremente, con la libertad del amor,
la única libertad que me exalta,
la única libertad por que muero.
Tú justificas mi existencia:
Si no te conozco, no he vivido;
si muero sin conocerte, no muero, porque no he vivido.
Luis Cernuda
Otras lecciones de poesía:
- Gutierre de Cetina: Madrigal.
- Andrés Fernández de Andrada: Epístola moral a Fabio.
- José María Pemán: Ante el Cristo de la Buena Muerte.
- Anónimo: A Cristo crucificado.
- José Zorrilla: Don Juan Tenorio.
- Fray Damián Cornejo: Soneto.
- Jorge Manrique: Coplas a la muerte de su padre.
- Bécquer: Rimas.
- Cervantes: Soneto al túmulo de Felipe II.
- Antonio Machado: Retrato.
- Manuel Machado: Adelfos.
- Anónimo: La Misa de Amor (Romance).
- Rosalía de Castro: Dicen que no hablan las plantas.
- Valle-Inclán: Testamento.
- Baltasar del Alcázar: Cena jocosa.
- Pedro Salinas: La voz a ti debida.
- Rubén Darío: Lo fatal.
- Francisco de Quevedo: A una nariz.
- San Juan de la Cruz: Noche oscura del alma.
- Esperando la Navidad: Magnificat / El canto de la Sibila.
- Lope de Vega: Soneto 126.
- Pedro Muñoz Seca: La venganza de don Mendo.
- Francisco de Quevedo: Soneto de amor.