Cuando el alumno disruptivo salva al profesor de hacer el ridículo
Solo docentes en proceso de cambio sabrán acompañar el crecimiento de los alumnos
Cuando nos convocan a una reunión o tenemos una cita con amigos puede ocurrir que todas las personas lleguen puntuales, pero alguien acuda tarde. Generalmente, solemos pensar que quien llega tarde tiene un problema. Y es posible que sea así, pero ¿y si no es así? y ¿si el problema lo tienen los que llegan puntuales o quien pide la puntualidad?
Este artículo cuenta la historia real de un alumno que salvó a las profesoras de continuar haciendo el ridículo. El niño presentaba comportamientos ciertamente disruptivos: se tiraba al suelo; golpeaba a sus compañeros y cursando en 3 de primaria presentaba ya un retraso académico de más de un curso. Cuando las profesoras le corregían el panorama era desalentador: también se tiraba al suelo y su comunicación era pobre. A veces, incluso mordía a las profesoras, les gritaba y golpeaba y toda comunicación resultaba infructuosa.
En el ámbito educativo, resulta muy frecuente escuchar que estos comportamientos son intolerables. Que a uno no le pagan para recibir mordiscos o arañazos de los alumnos. Las profesoras reportaban que ellas no dejaban de comunicarse, aunque ciertamente las ilusiones se iban desvaneciendo. A preguntas de ¿por qué muerdes? o ¿te parece bien morder? solo encontraban pataleos.
Estas profesoras hicieron la formación de Acompañando el Crecimiento, y al cierre del primer año de formación no constataban progreso en la relación con el niño. La invitación a no centrarse en el problema, sino en la persona no encontró mucha acogida inicial. No por rechazo, sino por no saber qué significaba aquello. En nuestra propuesta no damos recetas, solo criterios y son los docentes los que tienen que decidir qué hacer.
Al acabar el segundo año encontraron un cambio muy notable. Las profesoras empezaron a preguntar buscando otros objetivos. Ya no se focalizaban en el comportamiento del niño, sino en la persona del niño. Ya no querían cambiar su comportamiento, sino saber qué le pasa. Querían conocer qué vivía el niño por dentro. Empezaron a introducir preguntas tan sencillas como: ¿Cómo te encuentras?, ¿qué me quieres decir?, ¿qué estabas pensando?, ¿necesitas algo de mí? Preguntas sencillas y al alcance de cualquiera, pero que muestran un interés claro y decidido por conocer la vida interior del niño. El interés se huele. La misma pregunta con intereses distintos despierta experiencias distintas. La intención es evaluada por el otro en función de muchos elementos de comunicación verbal y no verbal. Decir que la intención se huele es una forma de decir que el otro «percibe rápidamente» desde dónde y con qué pretensiones dialogamos. Un interés sincero que surgía del propio interior de las profesoras.
Ante estos cambios actitudinales y comportamentales de las profesoras el niño cambió radicalmente. Donde antes se mordía ahora se abrazaba. Donde antes se echaba al suelo a gritar ahora se hablaba.
Cuando el niño evidenció que el interés de las profesoras era él, su persona, y su experiencia interior y dejaron de centrarse en evitar o corregir su comportamiento disruptivo, el niño pudo mostrar lo que estaba viviendo y manifestar lo que tenía en su interior. La persona «salió», es decir se descubrió lo que estaba viviendo. El niño tenía dificultades de comunicación y cuando detectaba que el interés de las profesoras estaba en su comportamiento se bloqueaba. El niño tenía muchas ganas de conectar afectivamente con las profesoras y, al descubrir que era imposible satisfacer las demandas de la profesora debido a su retraso académico se despertaba una impotencia y rabia que le llevaba a explotar.
Las profesoras descubrieron que ellas «ponían la directa» al llegar a clase diciendo lo que había que hacer. El resto de alumnos entraba en la propuesta y el díscolo no. Por eso pensaban que el problema estaba en el díscolo. Acoger al díscolo sirvió para abrir otra hipótesis ¿y si el problema estaba en el mismo docente y los otros alumnos? Las docentes estaban centradas en el hacer, la tarea y lograr ciertos comportamientos y la mayoría de los niños se dejaron hacer por las pretensiones de las docentes.
Un pensamiento fue surgiendo, ¿y si probaban a interactuar con los otros niños de la forma que actuaban con el díscolo? Trabajando con ellas surgió la idea de trabajar la experiencia interior de los niños a propósito de las dificultades en la tarea. A los niños se les dio una hoja en la que podían señalar las dificultades interiores que descubrían: estoy distraído; no entiendo; es difícil; estoy preocupado por otra cosa; confundo cosas; …
De este modo, los niños encontraron una oportunidad nueva de comunicar la interioridad y la experiencia cambió radicalmente tanto en el antiguo díscolo como en los demás.
Este cambio vital, actitudinal, organizativo y comportamental requirió tres años de trabajo. El primer año no se supo transformar lo propuesto en decisiones, pero ya se iba obrando un cambio interior en las docentes. La humildad de las profesoras para dejarse corregir por el alumno y el deseo de llegar a la persona del niño habla de su grandeza interior. El segundo año pudieron generar alternativas a nivel de la relación individual con el alumno. El tercer año el cambio fue real en la clase.
El niño díscolo salvó a sus compañeros y a las docentes de perpetuarse en un enorme ridículo. Solo docentes en proceso de cambio sabrán acompañar el crecimiento de los alumnos.
José Víctor Orón es director de Acompañando el Crecimiento y asesor de la Universidad Francisco de Vitoria