Cuando el buey mudo embistió
O sea, que hay dos verdades, la verdad 'de verdad' y la política. No hace falta mucha más tinta para explicar las variadas formas que hay de mentir, cuando actualmente hay experimentados doctores en el Gobierno que imparten con maestría esta materia
El otro día, un político de cuyo nombre no me acuerdo, ni quiero acordarme, en un foro público, dijo algo así como «que no era necesario mentir cuando sencillamente se puede ocultar la verdad». O sea, que hay dos verdades, la verdad de verdad y la política. No hace falta mucha más tinta para explicar las variadas formas que hay de mentir, cuando actualmente hay experimentados doctores en el Gobierno que imparten con maestría esta materia. Lo malo es que esa forma de pensar y actuar también se ha contagiado a algunos funcionarios complacientes que, teniendo la obligación de interpretar adecuadamente las normas jurídicas que se han de aplicar, lo hacen con arreglo a criterios de dudosa legalidad, atendiendo más a la envoltura de «la verdad de verdad» con el fin de que las «verdades políticas» parezcan verosímiles.
La única vez que el pacífico Santo Tomás de Aquino se transformó en un Buey Mudo que embestía fue cuando el filósofo escolástico y averroísta latino Siger de Brabante afirmó que «la Iglesia tiene que actuar teológicamente, pero puede errar científicamente». O sea, la llamada teoría de la doble verdad – la filosófica y la teológica- que fue condenada y que a Siger le llevó a que se le prohibiera seguir enseñando. Se comprende esa reacción airada del Aquinate -que él mismo lamentó, por tratarse de un colega de su misma escuela- cuando, en cierto modo, trató de atemperar el dogmatismo de la inerrancia de las Sagradas Escrituras. La aceptación de una verdad única, que Dios personifica, requiere sin embargo una gran dosis de humildad y de estudio de la corrección de los criterios hermenéuticos sin caer en el subjetivismo ni en el relativismo.
En una entrevista que el periodista Seewald hizo a Benedicto XVI, hablando sobre este último error, dijo claramente: «Es verdad que la verdad necesita criterios para ser verificada (…); hay que aprender y ejercitar de nuevo la humildad y de permitirle en constituirse en parámetro». Santo Tomás admitió que «el significado de la Escritura dista mucho de ser evidente, y que a menudo, tenemos que interpretarlo a la luz de otras verdades». Él mismo se arriesgó a decir que, si realmente la ciencia podía probar sus descubrimientos, «la interpretación tradicional de la Escritura tendría que ceder el paso a esos descubrimientos». Como se ve, estamos en un terreno muy complicado, pero esencial, que justifica también la forma de reacción del Buey Mudo.
Copérnico sufrió durante toda su vida la incomprensión porque, siendo sus descubrimientos certeros respecto al heliocentrismo, se interpretó por el clero fundamentalista que, al hacerle perder protagonismo a la tierra, se atacaba a la veracidad de las Escrituras. Muchas veces hemos padecido dogmatismos injustificados de quienes, constituyéndose en únicos interpretes autorizados de las Escrituras, condenan a quienes no las entienden conforme a sus parámetros inamovibles que no son inamovibles. Si Dios, si Jesucristo, son la Verdad, durante toda la Historia de la Revelación iremos descubriendo muchas verdades que forman parte de la única Verdad que paulatinamente iremos desvelando. Como decía Chesterton en su excepcional Biografía de Santo Tomás, el Aquinate mantenía la unidad de la Verdad, pero sí admitía muchos caminos para descubrirla.
Vivimos tiempos apasionantes que Chesterton atisbaba en la recién citada biografía. Precisamente hablando de esos diversos caminos nos dice: «Aquellos hechos científicos que en siglo XIX supuestamente contradecían a la fe, el siglo XX los ha juzgado ficciones acientíficas casi todos. Hasta los materialistas han huido del materialismo; y los que nos sermoneaban con el determinismo en psicología, andan ya hablando del indeterminismo en la materia». Y si el oxoniense hubiera podido vivir en el XXI, hubiera disfrutado mucho comprobando cómo la física cuántica reforzaba su aserto. Un ejemplo claro nos lo ofrece el principio de incertidumbre de Heisenberg, cuando afirma que «no se pueden conocer simultáneamente la posición y la velocidad exactas de una partícula con precisión».
Todo lo dicho conduce de nuevo a la idea de que, existiendo la Verdad absoluta que es Dios, como Él mismo se define, los que creemos en ella no podemos poseerla ni abarcarla. Pero esta incapacidad, que nos obliga a ser humildes, no nos convierte en relativistas, sino todo lo contario. Tampoco a entender que existan varias verdades. En un libro de búsqueda en común en los campos de la Física, la Filosofía y la Teología, que recopila los trabajos de ilustres profesores de las mejores universidades, convocados por San Juan Pablo II en Castell Gandolfo, sobre el mundo al que no hemos referido, Polkinghorne, de la de Cambridge, nos comenta: «Creo que los problemas que plantea la mecánica cuántica a la teología son mejor tratados siguiendo caminos modestos en el intento metafísico, que con los que pretenden ser grandiosos».
Otra forma de expresión de la humildad necesaria en esta materia, lo constituye saber que la Revelación, en la que Dios nos comunica su propio misterio plenamente, al enviarnos a su propio Hijo, también lo sigue haciendo gradualmente mediante obras y palabras. Porque, como dijo Teilhard de Chardin en su libro «El medio divino», «Dios no se presenta a nosotros, seres finitos, como una Cosa ya totalmente terminada a la que hay que abrazar. Para nosotros es el eterno descubrimiento y el eterno crecimiento». Pero no por ello hay varias verdades, ni se debe ocultar la verdad.
Pasad unas felices y santas fiestas vividas en la Verdad.
Federico Romero Hernández es Jurista