Ingenio e ironía en política
Lo verdaderamente peligroso es el deterioro ético de la vida pública que está afectando a las bases de una verdadera democracia como son el Estado de derecho, la Ley como bastión y muralla, y el necesario respeto de las formas para la buena convivencia
Cuentan que un día, en el Parlamento británico, un miembro de la Cámara insultó a Churchill desde su escaño, llamándole algo así como imbécil o idiota, por lo que fue procesado. Y cuando los periodistas le preguntaron acerca de ese procesamiento, considerando que constituía una acción permitida en un debate político en democracia, Sir Winston contestó que tal acción judicial no se le había incoado por el insulto, sino por revelar un secreto de Estado. No sé si tal cosa ocurrió así, pero un personaje con un anecdotario «tan rico en aventuras» y con tantísimas buenas biografías, supone un ejemplo excelente de la necesidad de dotar la actual política española de elementos atractivos, en una actividad parlamentaria que está aburriendo no solo a la ciudadanía, sino hasta las vacas haciendo su lenta digestión en los pastizales del Bierzo. Podrán alegar mis lectores que los gobernantes no están para divertir al personal, pero yo creo que el argumentario político no pierde su eficacia si se le dota de cierta gracia y de la virtualidad llamativa de los buenos eslóganes, que incluye también el ingrediente de la capacidad de reírse de sí mismo. También forma parte de la acción retórica –que por cierto debería ser disciplina obligada de las aulas de los partidos políticos, en vez de tanta «loa del jefe», como pista de ascenso– el echar mano de la ironía, que confiere al debate una pequeña dosis de sal y pimienta y que es más elegante que el agresivo sarcasmo, que con tanta profusión impide aproximar posturas, cuando el interés general así lo requiere. A veces hasta el descarnado insulto al oponente, que yo no lo creo nunca necesario, debe hacerse revistiéndolo con el envoltorio dorado del uso de la inteligencia. También es conocido que Mark Twain recibió una vez una carta anónima que solo ponía: «Cerdo»; y cuando lo comentó con sus amigos dijo: «durante toda mi vida he recibido muchas misivas sin firma, pero ésta es la primera vez que recibo una firma sin carta».
Un buen bagaje cultural, también ayuda al uso de la palabra en la palestra política; y no solo para adornar un discurso vacío con pedantes citas, sino porque, en la cultura acumulada durante siglos, es posible encontrar abundantes maestros para recibir una buena enseñanza para ese difícil «arte de los posible» en que consiste, según dicen, el ejercicio político. Y ese acervo se encuentra no solo leyendo a los clásicos, como Cicerón, Quevedo, o Chesterton, sino mirando de vez en cuando a Grecia, que tanto tienen que ver con la etimología de las palabras y que nos sirve para calar su exacto sentido, para su adecuado uso. La ironía es una palabra de origen griego -eironeía- que significa «disimulo», un disimulo que no tanto va dirigido a ocultar la verdad, cuanto a fingir que se desconoce algo para, preguntando sobre ello, ir conduciendo hasta lo que se considera una verdad. La técnica retórica de Sócrates, tan conocida, denominada «mayéutica», curiosamente utilizada tanto en la ginecología como en la filosofía, pretendía conseguir dicho resultado. No es tan sabido que Sócrates era hijo de una partera, una comadrona llamada Fenáreta, lo que en cierto modo justifica esa ambivalente utilización. En definitiva, la mayéutica es un método didáctico que podríamos considerar respetuoso y elegante que también sirve, de forma contraria al sarcasmo, para el diálogo al que tanto se apela en el foro político.
Toda esta digresión busca expresar el importante valor de una correcta utilización de las formas en el ámbito político. Porque, aunque parezca que para la mayoría de la ciudadanía produce un efecto, el ejercicio de la función política, con agresión vociferante o agitación de la melena, cuando hay melena, lo que hace es conducir a un crispado ambiente que no beneficia al interés público. Tanto la vida social como la Historia nos enseñan los desastrosos resultados que produce el ahondar en las heridas en vez de curarlas. Vivimos actualmente un peligroso momento en el que, lo de menos, son las lógicas diferencias entre los que han conseguido gobernar, como sabemos, y una oposición que obtuvo una mayoría de votos. Lo verdaderamente peligroso es el deterioro ético de la vida pública que está afectando a las bases de una verdadera democracia como son el Estado de derecho, la Ley como bastión y muralla, y el necesario respeto de las formas para la buena convivencia. Y no viene mal echar una mirada a los orígenes. Como nos ha recordado Emilio Lledó en su Memoria de la Ética «el pensamiento griego –cuna de la democracia– coincidió con la decadencia de la Polis» –ámbito de la convivencia–. Termino con palabras del mismo filósofo: «En una sociedad como la nuestra que ataca, con la agresión a la naturaleza, los principios más elementales de la corporeidad y con la polución ideológica, con la información de la violencia y la hipocresía de los intereses, la estructura de la intimidad, no es extraño que sintamos próximo el pensamiento del helenismo». Lo inquietante de la actualidad no son solo los daños a la cosa pública –la res-pública– en este momento, sino que los ataques continuados al pensamiento ético resulten irreversibles.
Federico Romero Hernández es jurista