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María «La Bailadora», soldado de Lepanto. Obra de Juan Cairós

María «La Bailadora», soldado de Lepanto. Obra de Juan Cairós

Soldados, gobernantes, artistas e intelectuales: las grandes mujeres que marcaron el Siglo de Oro español

De María «La Bailaora», la única mujer que combatió en Lepanto a Luisa de Medrano, una de las primeras en ocupar un sillón en la Universidad. Recuperamos las historias de algunos personajes femeninos olvidados

Varias relaciones de testigos de la batalla de Lepanto recogen la participación en los combates de una mujer, María «La Bailaora». Es muy difícil encontrar referencias al respecto, salvo en algún historiador anglosajón. No se trata de un personaje de relumbrón. Fue una mujer sencilla y enamorada, andaluza al parecer, que siguió a su amante en su peripatética existencia de soldado español del siglo XVI.

Disfrazada de hombre se alistó en 1570 en el tercio que Lope de Figueroa estaba preparando en Sicilia. Probablemente Don Lope conocía la verdadera identidad de nuestra heroína, pero como sucedió en otras ocasiones, decidió tolerar el engaño. El tercio de Figueroa proporcionó la guarnición de varias de las galeras de la flota de la Santa Liga. María fue destinada a la galera La Real, capitana de Don Juan de Austria, que al parecer tuvo conocimiento de quien era realmente aquel joven y entusiasta soldado.

Lepanto

LepantoWikimedia

Cuando La Real fue embestida por La Sultana, capitana de la flota turca, María fue la primera en saltar al abordaje, armada de una pica, con la que derribó a varios enemigos. Combatiendo con «esfuerzo y destreza» llegó hasta la popa de la galera, acompañando a Lope de Figueroa en el momento en que este arrojado capitán arrancó el gran estandarte turco. Su valor fue reconocido por Don Juan, que le «hizo merced de que ocupara plaza entre los soldados».

Hubo más casos de este tipo en aquella época. Algunas han pasado a la historia como Catalina de Erauso, Inés de Atienza o María de Montano, que se distinguió cubriendo la retirada durante la desastrosa campaña de Carlos V contra Argel en 1541.

Hubo muchas más. Cualquier persona medianamente culta debe poder identificar sin problemas los nombres de un abundante número de mujeres brillantes, fundamentales para entender la historia de España de aquellos siglos.

Comenzando por la incomparable Isabel de Trastámara, respetada, admirada y amada como pocos gobernantes lo han sido. Y continuando con sus hijas, entre las que descolló Catalina de Aragón. También destacó su nieta, la emperatriz Isabel, leal y amorosa esposa de Carlos V. Y su biznieta, Isabel Clara Eugenia, perspicaz consejera de su padre, el Rey prudente. Su sabiduría en un puesto tan difícil como el gobierno del Flandes de las picas le granjearon general respeto.

En el mundo de las artes tenemos a pintoras, como Sofonisba Anguissola, de nombre inolvidable, pintora de cámara de Felipe II. O «La Roldana», Luisa Roldán, que llegó a ser también artista de cámara con Carlos II. En la literatura brillaron, entre otras muchas, Sor Juana Inés de la Cruz, la gran poetisa mejicana y María de Zayas, una de las novelistas y dramaturgas más leídas del siglo de oro.

Y otras muchas protagonistas como Beatriz Galindo, Isabel de Bobadilla o la Princesa de Éboli. Pero quizás, lo que puede parecer más insólito es la presencia de mujeres en las universidades, incluso como catedráticas, que lo fueron Francisca de Nebrija y Luisa de Medrano.

Esta presencia desaparece abruptamente en el siglo XVIII. Nada hay comparable a esta floración de talentos femeninos en el tan elogiado siglo de la Ilustración. No es fácil encontrar en la memoria nombres de mujeres prestigiosas. Tan solo reinas consortes y aristócratas de retrato goyesco. En ello influyó el carácter profundamente misógino de la Ilustración.

Los grandes intelectuales del periodo ilustrado se distinguieron por su tratamiento despectivo. Montesquieu escribió: «La mujer debe estar sometida y sujeta incondicionalmente a la figura masculina». Voltaire, Rousseau y los enciclopedistas abundaron en este menosprecio, que reducía a la mujer a una situación absolutamente subordinada e incluso dudaba de su capacidad para gobernarse por si mismas.

En España se imitó este tratamiento, tanto por los ilustrados locales, como por las nuevas autoridades borbónicas. La influencia francesa se reflejó en el intento por parte de Felipe V, de imponer la Lex Sálica contraviniendo las normas sobre sucesión españolas. Esta Ley impedía no solo el acceso de las mujeres a la corona, sino incluso su capacidad de transmitir derechos sucesorios a sus vástagos.

Prácticamente todos los prohombres de la ilustración española manifestaron similares actitudes. Jovellanos, por ejemplo, se inclinó expresamente por la posición de que la mujer debía desempeñar sus funciones en el ámbito doméstico, mientras que las funciones públicas debían quedar en manos de los hombres.

El Código Civil napoleónico (1804), negó a las mujeres los derechos civiles reconocidos para los hombres. Los misóginos preceptos del Código francés fueron rápidamente adoptados por los liberales españoles.

La desaparición de las instituciones educativas religiosas, impuesta por la desamortización, supuso un retroceso adicional para la formación femenina. Tuvo que llegar el periodo moderado, a partir de 1845, para que se tomara conciencia de la importancia de la educación de la mujer tanto para su formación personal como para el progreso general. Y para que la historiografía recuperase la valoración de los siglos de oro y con ello la memoria de nuestras grandes mujeres.

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