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Napoleón en su trono imperial, por Jean Auguste Dominique Ingres, 1806

Napoleón en su trono imperial, por Jean Auguste Dominique Ingres, 1806

Cuando Napoleón se construyó una corte a medida para dominar con orden y espectáculo

En 1804, el César corso tuvo que fundar una Casa Imperial y una corte para igualarse –o superar– a los demás reyes europeos, especialmente a los monarcas de Rusia y Austria. Fue una necesidad política y propagandística

Bonaparte, hábilmente autotitulado «emperador de la República francesa», se presentó como una cadena entre el pasado y el presente, entre la tradición y la renovación revolucionaria. De ahí la necesidad de crear una nueva élite, una nueva aristocracia. Para lograrlo, eligió a los mariscales del Imperio, en primer lugar, para lograr la total fidelidad de los jefes militares, muchos de los cuales aceptaron los nuevos títulos que halagaban su vanidad y certificaban su preeminencia. Además, Napoleón comenzó a conceder títulos a políticos y altos funcionarios como gesto de recompensa por sus servicios.

Nombró príncipes, como Luis Berthier –su mejor jefe de Estado Mayor– que fue nombrado príncipe de Neufchatel; el sibilino político Charles Maurice de Talleyrand, príncipe de Benevento; y tituló a Joseph Fouché –su siniestro ministro de Policía– como duque de Otranto; al mariscal Luis Davout, duque de Auerstädt y príncipe de Eckmülh; el mariscal Jean Lannes fue duque de Montobello y el general Charles Lebrun, duque de Plasencia. En cambio, a su fiel Jean Junot no le concedió el bastón de mariscal, ya que no le perdonó que fuera el primero que le anunciara la infidelidad de su mujer, Josefina Beauharnais, y, por tanto, su primer conocedor de la misma.

En ocho años creó cuatro príncipes, 30 duques, 388 condes y 1.090 barones, pero sin exenciones ni privilegios fiscales de ningún tipo. La nueva sociedad debía superar los tiempos del Antiguo Régimen y las dignidades nobiliarias quedaban como títulos honoríficos, aunque reunían un alto capital simbólico, que se utilizaba en la creación de redes de amistades, familiares y de poder. Muchos de ellos sirvieron en la Casa Imperial para la administración de la misma y para participar en las ceremonias de Estado.

La emperatriz Josefina y las hermanas del emperador dispusieron de damas de honor, joyas y cuantos caprichos fueran de su gusto. El conde Luis Ségur enseñó el ceremonial de la antigua corte de Versalles a los nuevos cortesanos y madame Campan a las mujeres. Juana Luisa Enriqueta Genet, conocida como este título, fue la dama de compañía más cercana de la reina María Antonieta desde 1774 hasta 1791, año en el cual los revolucionarios la alejan de la monarca al sospechar que conspiraba.

Logró sobrevivir al Terror y, años más tarde, fundó un internado para señoritas en Saint-Germain-en-Laye, teniendo como alumnas, entre otros, a la hija de la emperatriz Josefina, Hortensia de Beauharnais, y a Carolina Bonaparte, hermana del emperador. Y así, la Revolución, una vez coronada, recompuso de la mejor forma posible los hilos invisibles de la tradición.

La nobleza del Imperio sobrevivió al propio Imperio y la Orden de Legión de Honor –creada por Napoleón– todavía hoy conserva su prestigio. Napoleón patrocinó un estilo de moda y muebles llamado «Imperio» tan fuertemente marcado por su espíritu como el estilo «Luis XIV» por el del rey Sol. Sin embargo, no por invadir la corte de usos y etiquetas monárquicas, Bonaparte perdió su perspectiva.

Si insistía en que sus mariscales fueran a palacio en traje de calzón corto, espadín y levita, era porque temía los peligros que para la situación interna del país podían derivarse de un ejército brutal e indisciplinado. Sobre todo de sus oficiales. Aunque, sin embargo, como último recurso solo creyera en la fuerza, de su exclamación: «¡Solamente se puede gobernar con botas y espuelas!»

Por eso, en los palacios donde desarrollaba su vida, cuando no estaba en campaña, solo Napoleón vestía de uniforme. El calzón corto y las medias de seda, que civilizaban, quedaban para el resto de la gente. El vestido hacía el cortesano y el palatino parecía así dominado simbólicamente.

Formó una corte con monteros mayores, mayordomos, camareras, damas de honor, chambelanes, ayudas de Cámara, sumilleres, etc., nombrando a sus fieles amigos y generales para el ejercicio de esos cargos. Pero nunca dejó de hacerles ver que se encontraba por encima de ellos y que ellos le debían todo lo que eran o habían llegado a ser a comienzos del siglo XIX.

Napoleón Bonaparte retrato realizado por Paul Delaroche

Napoleón Bonaparte retrato realizado por Paul Delaroche

El impacto visual de las grandes ceremonias fue utilizado por el César corso hasta su muerte. Una ocasión se presentó cuando, en 1805, a Napoleón se le ofreció y él aceptó la corona de Italia, habiendo transformado previamente –claro está– la italiana República del Norte en un reino. Afirmó que Italia era su amante y que no estaba dispuesto a compartirla con ningún otro hombre.

El 26 de mayo de 1805, Napoleón fue coronado como rey de Italia en la catedral de Milán. Josefina no lo fue, por lo que contempló la ceremonia desde una tribuna. El suelo estaba cubierto de tapices multicolores y, al entrar el nuevo monarca en el Duomo, la corona de hierro brillaba intensamente en su mano. Fue seguido por los dignatarios, portadores de los llamados honores de Carlomagno. La corona lombarda fue depositada en el altar y Bonaparte, tras ser bendecida por el arzobispo de Milán, se la llevó a su cabeza, mientras pronunciaba las palabras sacramentales:«¡Dios me la ha dado, maldito sea quien la toque!»

Coronación de Napoleón como Rey de Italia en la Catedral de Milán

Coronación de Napoleón como Rey de Italia en la Catedral de Milán

Los diplomáticos de España, Prusia, Baviera y Portugal otorgaron, a continuación, al monarca varias órdenes militares y civiles de sus respectivos reinos. Algunos días más tarde, el Senado de la República de Génova, a petición de su dux, solicitó por veinte votos sobre veintidós su unión al Imperio. Al conocer estas noticias, el zar Alejandro I exclamó:«¡Ese hombre es insaciable! Su ambición no conoce límites. Es un azote para el mundo. Quiere la guerra y la tendrá. ¡Y cuanto antes, mejor!»

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