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30 de abril de 2024

Aquilino Cayuela
Aquilino Cayuela

La nueva «Ruta de la Seda» y la voracidad de China

En muchas partes del mundo en desarrollo, China ha llegado a ser vista como un acreedor rapaz e inflexible, no tan diferente de las corporaciones multinacionales occidentales y los prestamistas que trataron de cobrar las deudas incobrables en décadas pasadas

Actualizada 04:30

Belt One Road

Puerto de Yantai en la provincia de Shandong, uno de los puntos de partida de la iniciativa china Belt One RoadAFP

La «Belt One Road Initiative» (BRI) es una estrategia global de desarrollos de infraestructuras adoptada por el Gobierno chino en 2013 para invertir en más de 150 países y organizaciones internacionales.
Es una pieza central de la política exterior del líder chino Xi Jinping para que la República Popular asuma un mayor papel de liderazgo en los asuntos globales de acuerdo con su creciente poder y estatus. 155 países figuran como firmantes de la BRI que incluyen casi el 75 % de la población mundial.
Su traducción (Cinturón y Carretera) refiere aun un circuito que supone una nueva «Ruta de la Seda» y busca ser el mayor y más ambicioso proyecto de desarrollo de infraestructuras de la historia de la humanidad.
China ha prestado más de un billón de dólares a más de 100 países a través de este programa, lo que supone un gasto mucho mayor que el de Occidente en el mundo en desarrollo y aviva la preocupación por la expansión del poder y la influencia de Pekín.
Muchos analistas han calificado los préstamos chinos a través de la BRI de «diplomacia de la trampa de la deuda», diseñada para dar a China influencia sobre otros países e incluso apoderarse de sus infraestructuras y sus recursos.
«Trampa» porque, por ejemplo, después de que Sri Lanka se retrasara en los pagos de su problemático proyecto portuario de Hambantota en 2017, China obtuvo un contrato de arrendamiento de 99 años sobre la propiedad como parte de un acuerdo para renegociar la deuda.
El acuerdo desató preocupaciones en Washington y otras capitales occidentales porque el verdadero objetivo de Pekín era adquirir acceso a instalaciones estratégicas en todo el Océano Índico, el Golfo Pérsico y las Américas.
Pero en los últimos años ha surgido una imagen diferente de la BRI. Muchos proyectos de infraestructuras financiados por China no han obtenido los beneficios que esperaban los analistas.
Y como los gobiernos que negociaron estos proyectos a menudo acordaron respaldar los préstamos, se han encontrado con enormes deudas, incapaces de garantizar la financiación de futuros proyectos o incluso de pagar la deuda que ya han acumulado.
De acuerdo con esto, no sólo de Sri Lanka, sino también de Argentina, Kenia, Malasia, Montenegro, Pakistán, Tanzania y muchos otros.
El problema para Occidente no era tanto que China adquiriera puertos y otras propiedades estratégicas en los países en desarrollo, sino que estos países se endeudaran peligrosamente y se vieran obligados a recurrir al Fondo Monetario Internacional (FMI) y a otras instituciones financieras respaldadas por Occidente para que les ayudaran a reembolsar los préstamos chinos.
En muchas partes del mundo en desarrollo, China ha llegado a ser vista como un acreedor rapaz e inflexible, no tan diferente de las corporaciones multinacionales occidentales y los prestamistas que trataron de cobrar las deudas incobrables en décadas pasadas.
En otras palabras, lejos de abrir nuevos caminos como prestamista depredador, China parece estar siguiendo una senda trillada por los inversores occidentales.
Sin embargo, al hacerlo, Pekín corre el riesgo exacerbar una crisis de la deuda ya dolorosa en los mercados emergentes que podría conducir a una «década perdida» del tipo de la que padecieron muchos países latinoamericanos en la década de 1980.
Para evitar ese terrible desenlace –y para evitar gastar el dinero de los contribuyentes occidentales en el servicio de las deudas chinas incobrables–, Estados Unidos y otros países deberían impulsar amplias reformas que dificulten el recurso al FMI y a otras instituciones financieras internacionales, imponiendo criterios más estrictos a los países que soliciten rescates y exigiendo más transparencia en los préstamos a todos sus miembros, incluida China.
El FMI debería simplemente aclarar qué instituciones prestatarias de la BRI serán consideradas acreedores oficiales en cualquier proceso de reestructuración.
Según analistas como Francis Fukuyama y Michael Bennon, la única forma de evitar este comportamiento es que el FMI exija a los prestatarios que identifiquen y se comprometan a incluir en los procesos de reestructuración todas las deudas de empresas estatales con garantías soberanas.
De lo contrario, los prestamistas de la BRI se limitarán a elegir qué préstamos de empresas estatales quieren incluir en las reestructuraciones en función de si creen que pueden conseguir un mejor acuerdo mediante la reestructuración o mediante una renegociación bilateral aparte.
Exigir a los países en dificultades que cumplan estos criterios antes de obtener nuevas facilidades de crédito restaría agilidad al FMI y limitaría su capacidad de responder con rapidez a las crisis de balanza de pagos.
También aislaría al personal y la dirección del FMI de los conflictos recurrentes con China durante cada reestructuración de la deuda.
Sin duda se tacharán estas reformas de «antichinas» pero son simplemente los pasos necesarios para proteger los principios de transparencia en la reestructuración de la deuda soberana.
Los países occidentales deben ser capaces de defender elementos clave del orden internacional basado en normas cuando se ven amenazados, sin dejar de cooperar con China, que es un miembro importante de ese orden.
Es la única forma de proteger al FMI de las consecuencias de la crisis de la deuda del BRI. Los conflictos en torno a la deuda de la BRI seguirán obstaculizando los esfuerzos de alivio de la deuda, socavando tanto la salud económica de los países en desarrollo como la eficacia del FMI.
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