
El arquitecto británico Richard Rogers
Lord Rogers de Riverside (1933-2021)
Un arquitecto total
Ganador del Premio Pritzker, Richard Rogers alteró los horizontes de París y Londres con diseños coloridos y llamativos que revolucionaron la arquitectura. En Madrid, levantó la T4 de Barajas

Richard Rogers
Decía Alberto Campo Baeza que el arquitecto es un creador, un pensador, un artista, un técnico, un constructor… pero también un médico, un cocinero y un poeta. «La arquitectura es una labor creadora que implica que el arquitecto tiene que ser lo que los clásicos llamaban un generalista: tiene que saber de todo». Y así era Richard Rogers, uno de esos «arquitectos de la totalidad», ganador del Premio Pritzker y convertido también, a su pesar, en un arquitecto-estrella.
El arquitecto británico, cuyo atractivo y colorido modernismo alteró para siempre los paisajes urbanos de ciudades como París o Londres, ha fallecido en su domicilio a los 88 años. Atrás deja obras de calibre y de calado, una estela de proyectos que no solo llevan su firma, sino también su sello: desde el tubular Pompidou Centre de París, con sus cañerías laberínticas, que diseñó junto a su amigo Renzo Piano; al fantasmagórico Millenium Dome de Londres, esa cúpula con forma de nave espacial invertida que dividió a la crítica, o el altísimo edificio de Lloyd's de la misma ciudad.
Alabado y premiado –recibió el Pritzker, el mayor honor de la arquitectura, por «su interpretación única de la fascinación del Movimiento Moderno por el edificio como máquina»–, amasó también una extensa caterva de detractores, que no entendían su obra. Él mismo contaba en sus memorias, publicadas en 2017, que una señora le golpeó con un paraguas en la cabeza al saber que había sido él quien había diseñado el Pompidou, ese centro cultural que pretendía ser «un lugar para todas las personas». Así era Rogers, constructor de espacios para todos, aunque no a todos les entusiasmaran.
«Si hay alguna continuidad en la historia de la arquitectura», escribió en un largo artículo para The Times en 1989, «no radica en una estética ilusoria, sino en el hecho de que toda desviación de la tradición ha provocado una feroz controversia y oposición ».Richard George Rogers nació el 23 de julio de 1933 en Florencia. Era nieto de un dentista inglés, lo que implicaba que no solo tenía un apellido anglicano sino también un pasaporte británico (y de hecho como británico se presentaba al mundo). Su padre, Nino, era médico y anglófilo; su madre, Dada, era hija de un arquitecto y una ingeniera. Culta y políticamente progresista, la familia huyó de la Italia fascista en 1939 y se mudó a Inglaterra con la guerra en Europa.
Esa mudanza fue clave en el desarrollo de Rogers y en su concepción de la realidad. Como escribió en sus memorias, en ese momento su mundo pasó del color al blanco y negro: Londres estaba envuelta en la niebla producida por la quema de carbón. Su padre trabajaba en una clínica de tuberculosis y su madre trabajaba con él. Cuando contrajo la enfermedad y fue a recuperarse a los Alpes, enviaron a Rogers a un internado.
Disléxico, extranjero y alejado de sus compañeros de escuela, fue acosado y humillado, e incluso consideró tirarse por la ventana de su dormitorio. Su discapacidad de aprendizaje no fue comprendida, ni siquiera reconocida en esos días; según él mismo, todos pensaban que era estúpido porque no podía leer bien ni memorizar. Como todo gran artista, recicló su depresión en su arte, aunque esto no lo comprendería hasta mucho después.
Volvió a Italia para el servicio militar, y de allí se trajo la luz y la admiración por el espacio público, además de la incomparable impronta de su tío, el arquitecto Ernesto Nathan Rogers. Inspirado por él y por la promesa cívica del modernismo y su propia versión cálida del mismo, Rogers consiguió su diploma de la Asociación de Arquitectura de Londres, pese a la advertencia de su tutor: «Aunque muestra un genuino interés, su falta de equipamiento intelectual no puede trasladar esas inquietudes a un edificio. Sus diseños seguirán sufriendo porque sus dibujos son terribles, su método de trabajo es caótico y su juicio crítico es incoherente».
En la universidad conoció a Su Brumwell, una estudiante de sociología cuyo padre fue uno de los fundadores de Design Research Unit; se casaron en 1960. Pasaron su luna de miel en un kibutz en Israel para después mudarse a Connecticuty asistir a Yale: Rogers estudió arquitectura y Brumwell, urbanismo. A la pareja se unió Norman Foster y su futura esposa, Wendy Cheesman: los cuatro acabarían formando el célebre Team 4, precursor de lo que con el tiempo se conocería como arquitectura high-tech. Rogers desarrolló en ese tiempo un entusiasmo por la eficiencia de la tecnología y la construcción modular y un compromiso con el lado más humano de la arquitectura a la vez que consagraban «la poesía de hierro, acero y cristal».
En España será siempre recordado por la Terminal 4 de Barajas, que ganó el premio Stirling en el 2006 (el mismo año quedó también finalista con la Asamblea Nacional de Gales en Cardiff). El crítico de The Guardian Oliver Wainwright no duda a la hora de destacar la terminal madrileña como uno de sus más importantes legados arquitectónicos: «Con sus techos de bambú ondulante y el arcoíris de las columnas, estamos ante un edificio en el que uno quiere quedarse, en vez de querer escapar como en todos los aeropuertos».
Rogers vivía con una tristeza solidificada en su interior: la muerte de su hijo Bo en 2011 le había provocado una ruptura interior. Quizá por eso todo iba de fuera hacia dentro en él: sus edificios, construidos a partir de lo exterior; pero también él mismo, que optaba por colores alegres y llamativos en sus inusuales indumentarias para opacar, tal vez, la sombra que habitaba dentro de él. Pero a pesar de todo, amaba el color, la calidez, la conexión emocional: quería que el urbanismo fuera una fuerza positiva, y por ello trabajó siempre para que las ciudades fueran espacios donde creciera lo humano. Donde brillara siempre la luz de su Mediterráneo natal.