Divertido / No divertido
La razón de ser del periodismo es evaluar y criticar al poder, pero cierto columnismo se escaquea bajo una capita de frivolidad medrosa que cree moderna
Aunque los periódicos gozan de audiencias inmensas con internet y conservan gran influencia (véanse los casos de corrupción del sanchismo, aireados por la prensa), puede que la edad de oro del columnismo haya quedado atrás. Quizá sea porque los antiguos no sufrían el déficit de atención que nos provoca la taquicardia digital. Pensaban mejor, con menos prisas y mayor hondura, y pisaban más la calle. Si Cicerón, Montaigne, Samuel Johnson y Chesterton reviviesen y se pusiesen a escribir hoy en los periódicos, nos jubilarían a todos. Nos barrerían en calorías intelectuales, vivencias y bagaje erudito (de los políticos ya ni hablamos, pues algunos hay, muy destacados, que no han leído más de tres libros en su vida; y para más señas, dos eran tebeos).
Existen tres grandes tipos de columnistas. Los estilistas, que escriben con tal vuelo literario que solo la forma ya justifica el deleite de leerlos (Umbral o Alvite, para entendernos). Los que se centran en las herramientas del humor y la ironía (Fernández Flórez, Camba, Ussía). Y los que aportan en sus artículos información y una tesis (Roberto Blanco, Fernando Vallespín, Losantos o mis compañeros Bieito Rubido y Pérez-Maura). También, por supuesto, hay muchos articulistas estupendos que mezclan un poco esos tres palos, como los admirados Savater y Camacho.
Pero en España apareció a comienzos de este siglo un nuevo tipo de columnismo, el de la frivolidad, la adolescencia perpetua y el yo no me mojo ni aunque caigan chuzos de punta. Un grupo de muchachos y muchachas en la treintena comenzaron a escribir en los periódicos presentándose como el summun de la modernidad y adulándose unos a otros en sus textos, en un lobby de mutua ayuda. Con el pavo subido y un adanismo chuleta, los «jóvenes» renovadores contemplaban con displicencia a los veteranos, a su juicio matusalenes obsoletos que debían ser jubilados de inmediato por una única razón: eran «viejos».
Pero sucedió algo muy curioso: los supuestos renovadores también cumplieron años, ley de vida. Aparecieron las canas, la pancita, la vista cansada, los achaques… Sin embargo, no dimitieron de su adolescencia perpetua. Ya cincuentones continuaron presentándose como jóvenes, incluso en la vestimenta, y por supuesto, en su frivolidad, palpable sobre todo en su déficit de patriotismo. Jamás verán a uno de estos valientes jabatos y jabatas criticando a las claras al regresivo movimiento separatista que amenaza la nación donde viven. Prefieren escribir sobre la serie que vieron anoche. Y es que hay que ponerse un poco de canto, cultivar el alatristismo, no vaya a ser que la izquierda dominante nos fiche y perdamos cuchipandas culturales, tertulias lucrativas y galardones.
Como lector de periódicos, a mí me ocurría un fenómeno extrañísimo. Resulta que me interesaban los textos de supuestos dinosaurios, como Carrascal, Albiac, Barreiro, Cuartango o Ussía (hoy el número uno del género, por su éxito, libertad y gracia únicos). Sin embargo, las columnas de los jóvenes divos que supuestamente venían a cambiarlo todo me resultaban inanes, pompas de jabón, digresiones que en realidad encubrían una penosa cobardía a la hora de ocuparse de los problemas reales de España. Y no debía ser yo el único lector que pensaba así en su libérrima intimidad. Por razones laborales he podido acceder durante años a datos de tráfico digitales, que leen las audiencias de manera mecánica, indiscutible, y probaban de manera tozuda que el público prefería a los supuestos carcamales antes que a los nuevos Truman Capote y Dorothy Parker castizos.
Hace mucho tiempo que he dejado de leer a ese clan de «jóvenes» y «jóvenas» cincuentones, que a la hora de escribir columnas se rigen solo por el paradigma divertido / no divertido, a fin de primar siempre lo graciosete y su yo narcisista sobre lo importante. La razón de ser del periodismo es la crítica del poder. Pero estos «chicos» no quieren líos, no vaya a ser...
Ji ji ji, ja ja ja… y a ir de «súper cool» haciendo el avestruz.