¿Queremos un país de fracasados?
Si no celebramos el éxito, ¿qué celebramos? ¿El fracaso? Si no valoramos la riqueza, ¿qué valoramos? ¿La pobreza? Si no te gustan los ricos, ¿quieres un país de pobres? Si no te gustan las empresas que crecen e innovan, ¿prefieres un país de tienditas de polígono? ¿Qué aspiración de país es esa?
En las últimas semanas, he tenido dos conversaciones que me han dejado preocupado. Una fue con un estudio de arquitectura español, de primer nivel, que ha trabajado en grandes infraestructuras y proyectos nacionales e internacionales. Me contaban que preferían no alardear mucho de sus logros. Que cada vez que sacaban pecho por una obra bien hecha, por una licitación ganada, por un proyecto exitoso, al poco tiempo les caía, curiosamente, una inspección de hacienda.
La segunda conversación fue con un alto directivo de una multinacional española, que ha cerrado este año con resultados históricos. Sin embargo, en todos sus comunicados públicos, esta compañía ha mantenido un perfil bajo y un tono moderado, no ya sin alardear sino casi sin celebrar. La razón, nos decían, era que a la mínima que se percibiese el éxito, el gobierno iba a caerles encima con nuevos impuestos, más regulación, sospechas y ataques mediáticos.
Y yo me pregunto: ¿en qué momento decidimos que el éxito era algo que había que esconder? En un país normal -y está claro que España no lo es- que a nuestras empresas les vaya bien debería ser motivo de orgullo. Que tengamos arquitectos que ganan concursos internacionales, ingenierías que construyen en medio mundo, tecnológicas que crecen, multinacionales que baten récords, start-ups que despegan… debería alegrarnos. Deberíamos celebrarlo, porque significa empleo, riqueza, innovación, marca España. Significa oportunidad y crecimiento.
Sin embargo, aquí no. Aquí el éxito molesta. Se mira con recelo. Se penaliza. En España, cuando algo va bien, lo primero que genera es sospecha. Lo segundo, impuestos. Y lo tercero, trabas. Porque claro, si te va bien, será que algo raro estás haciendo. Si una empresa gana dinero, será porque explota a alguien. Si una compañía bate récords, será porque el sistema está amañado. Si alguien triunfa, algo oscuro esconderá. Y así con todo.
Esta mentalidad no es sólo triste, sino que es suicida. Porque si no celebramos el éxito, ¿qué celebramos? ¿El fracaso? Si no valoramos la riqueza, ¿qué valoramos? ¿La pobreza? Si no te gustan los ricos, ¿quieres un país de pobres? Si no te gustan las empresas que crecen e innovan, ¿prefieres un país de tienditas de polígono? ¿Qué aspiración de país es esa?
No se puede construir un país de oportunidades si el mensaje que se lanza es que triunfar está mal. Que ganar dinero está mal. Que destacar está mal. Es imposible que un país avance si a los que se arriesgan, a los que emprenden, a los que innovan, a los que crean empleo y riqueza, lo único que reciben es sospecha, crítica y problemas. Luego nos quejamos de que no hay oportunidades, de que la vivienda está cara, de que los sueldos no alcanzan… Pero ¿cómo va a haber oportunidades si penalizamos a quienes las crean? Si el que levanta la cabeza se lleva un palo, solo nos quedarán cabezas agachadas.
Más allá del gobierno de turno, éste es el problema de fondo: en España, la envidia es deporte nacional. No admiramos al que llega lejos; lo miramos con recelo. En vez de preguntarnos «¿qué ha hecho para lograrlo?», pensamos «¿a quién habrá pisado?» o «¿qué habrá heredado?» Tenemos metida en la cabeza una mentalidad de suma cero: si a otro le va bien, es porque me ha quitado a mí lo que me tocaba. Como si el éxito de otros nos hiciera a nosotros más pobres. Y no. A mí el hecho de que Amancio Ortega sea billonario no me afecta en nada. Amancio no me ha quitado a mi ningún millón, igual que Rafa Nadal no me ha robado ningún título de Roland Garros que mágicamente me correspondería.
El éxito no se reparte: se construye. Y premiarlo no es ir contra nadie. Defender al que crea riqueza no significa despreciar al que no la tiene. Al revés: si apoyamos a los que empujan el país hacia adelante, si celebramos el mérito y el esfuerzo, si cuidamos a los que generan oportunidades, tendremos más recursos, más empleo, más inversión y más capacidad para ayudar a quienes lo necesitan de verdad. El éxito no es el enemigo del bienestar; es su condición de posibilidad.
He tenido la suerte de vivir en Camboya. Allí aprendí una virtud del budismo que se llama mutitaa. Mutitaa es la alegría por el bien del otro, es decir, lo contrario a la envidia. Cuando a otro le va bien, tú te alegras, porque el mundo mejora cuando alguien concreto mejora. Ojalá en España entendiéramos esto. Ojalá enseñáramos a los niños que no hay que odiar al que va por delante, sino aprender de él. Celebrarlo. Aspirar a alcanzarlo. Y, cuando nosotros mismos triunfemos, ayudar a otros a que también lo hagan.
Entre el fracaso y el éxito, yo quiero un país de éxito y de exitosos. Entre la pobreza y la riqueza, yo quiero un país de riqueza y de ricos. Entre el conformismo y la innovación, yo quiero un país de innovación y de innovadores. Y entre el resentimiento y el mérito, elijo siempre el mérito.