Playas
La asquerosa arena, que se mete en las uñas, reboza los pies y pica sobremanera en la nalguería. Ahí es indudable que la mujer es el sexo fuerte y el hombre el débil. Me encanta bañarme en la mar, pero sin arena. En un barco, cuya altura me permita lanzarme en pos del agua haciendo toda suerte de cabriolas
Comillas tiene una playa preciosa. Y bastante segura. Abarca desde los predios de «La Guardamuelles», mi local invernal, y culmina en la nave voladiza del restaurante «Joseín», una garantía. Pero cruzando La Rabia, ya en el término de Valdáliga se abre la inconmensurable playa de Oyambre, que se encadena con la barquereña de Gerra. Y los veraneantes, en lugar de buscar lo sencillo, pasan dos horas en encoche, dos de ida y dos de vuelta, para encontrar los mismos elementos que en Comillas, es decir, arena, mar, susto, y alguna picadura de pez escorpión, un cabrón con pintas.
Las mujeres, que son mucho más resistentes que los hombres, son capaces de soportar más de seis horas en la playa, y los hombres desfallecen. Además de vigilantes con nociones para mitigar los accidentes habituales, en mis tiempos primeros bajaban a pasear los padres jesuitas del seminario, al mando del padre Regatillo, mitad clérigo, mitad delfín. Se conocía las corrientes de memoria, las traiciones de las mareas y siempre bajo el agua, sorprendía y regañaba sin compasión a los bañistas que aprovechaban el baño para hacer lo que en sus casas se llama cuarto de baño. La nobleza le debe muchos favores. Se regodeaba en la orilla el conde Alcubierre, cuando el duque de Algeciras presintió que se encontraba mal, se lanzó a la mar en socorro de su amigo. Se abrazaron y estuvieron a un golpe de agua de ahogarse uno y otro, hasta que apareció el padre Regatillo, y los sacó de las olas sanos y salvos.
Propuse un homenaje al cura salvador, pero no tuvo eco. La gente de aquí, es muy desagradecida, pero bromas aparte, el padre Regatillo rescató a más de un centenar de imprudentes, casi todos turistas, que como buenos turistas siempre ocupan los tramos más violentos y taimados de las playas. Debe ser conocido por los envidiosos y resentidos que odian a la nobleza porque les habría encantado pertenecer a ella, que el duque de Zaragoza y el conde de Alcubierre se ganaron la vida cumpliendo a rajatabla su vocación, que no era otra que la de maquinistas de trenes.
Pero hay que retomar la asquerosa arena, que se mete en las uñas, reboza los pies y pica sobremanera en la nalguería. Ahí es indudable que la mujer es el sexo fuerte y el hombre el débil. Me encanta bañarme en la mar, pero sin arena. En un barco, cuya altura me permita lanzarme en pos del agua haciendo toda suerte de cabriolas. Alguna panzada me he dado, pero sin rozar la arena. Además, que después de 50 años veraneando en Comillas, ya no distingo sus playas. Abundan unos vehículos insoportables y antihigiénicos que en los que puede veranear toda una familia con Cristina Almeida de invitada que han invadido el norte de España. Y lo que antaño era arena, ahora son cabezas de gentes abigarradas que sufren lo indecible en las playas para darle sentido a los gastos veraniegos. Y aunque esté prohibido, a primeras horas hay perros, y los perros en la playa se ponen de muy mal humor. Y de ser cariñosos, te ponen perdido de arena, cangrejos y estrellas de mar, que esto último es mentira, pero hoy he amanecido cursilón, «cursiló» en catalán.
Me he quedado sólo en casa. Al terminar el texto, con mis amigos Ricardo, Adolfo y Raúl, visitaremos un local de esos que abundan con las mismas materias primas de los vascos sin camareros con el pelo cortado a hachazos, sin pretensiones de la huerta de la tía Nekane, se disfruta a espaldas del mar, advirtiendo la melancolía del cambio que se inicia con el primer dorado de las hojas, hasta alcanzar, a finales de noviembre el bosque detenido.
Ah, y Sánchez bien. Creo que en La Mareta.