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25 de abril de 2024

En Primera LíneaMiguel García-Baró

La cálida razón

Actualizada 08:15

Un encuentro con buenas personas, propiciado por una serie de felices casualidades, da a conocer el lanzamiento de un periódico nuevo, que merece la máxima confianza, y abre incluso la posibilidad de colaborar en sus páginas. La situación de España –la del mundo entero– mantiene en alerta, como sobre ascuas, a cualquiera que no carezca de conciencia moral y de conciencia histórica. No se sabe cómo arrimar el hombro de la manera más eficaz posible; no se sabe si es que cabe hacer algo más que lo que quizá se logra en la discreción de las aulas. Siempre he pensado que la mejor acción política consiste en la creación de grupos contrastantes, de sociedades o comunidades dentro de las cuales se viva de otro modo, o sea, sobre el fundamento de la búsqueda de lo verdadero. Pero además de los seminarios universitarios y de los cursos básicos de pensamiento, la gran comunidad de los lectores de un periódico podría también constituirse de alguna manera en un grupo contrastante.
Ahora bien, ¿qué es la bondad, este motor que da sentido a la trama de la vida humana digna de llamarse así? Parecería que es el fin buscado, pero en realidad no cabe querer directamente ser bueno: lo que cabe –y es preciso– es desear y hacer muchas otras cosas, solo mediante las cuales la bondad nos habita. Si alguien nos dijera que él lo que se ha propuesto es ser bueno, pensaríamos que está en camino de conseguir lo contrario. Seguramente creerá que al realizar tal o cual otro fin se acerca sin duda a la bondad; pero el signo de que no se vive del todo mal es ir entendiendo que la perfección del bien se nos aleja cada vez más.
En esta curiosa condición estriba que la bondad y la felicidad no sean lo mismo. Aunque para ser feliz haya también que pasar por una cadena de medios indispensables, claro que hay conciencia de estarlo siendo (o no siendo). La belleza y la felicidad brillan, están al descubierto; la bondad es secreta, permanece en la oscuridad, suele incluso no venir rodeada de gozo ni de belleza. De aquí que uno se proponga perseguir la felicidad y alcanzarla lo antes posible, cuando la bondad no admite este trato.
La cálida razón

Lu Tolstova

Ya algún sabio antiguo comprendió algo que repite Maurice Blondel: por un lado, a nadie le gusta ser un héroe moral; por otro, a ningún héroe moral se le ocurre preferir no haber llegado a serlo. Sócrates avanzaba en su viaje por el Estado acumulando –dice él mismo, o sea, el personaje platónico– dolor y temor. Para este caso, phobos debería traducirse más bien por rechazo, completa desgana, tentación de detenerse. Los insultos, las amenazas, los anónimos, la incitación pública a que a uno lo hagan trizas, la incomprensión de los más cercanos, el llanto de los más queridos no tienen belleza ni son plato de gusto. Claro que las explosiones de repudio no han de ser siempre tan aparatosas. Basta con sentir un ligero distanciamiento de quien quería antes acompañarnos; una crecida de soledad que no es fácil consolar, porque incita a no dialogar sino con uno mismo. La parte activa del espíritu busca el fondo del alma y le pregunta si, muy literalmente, vale la pena. Oye un «sí» tajante, pero siente que no es ese fondo, sino ella, la piel de la vida, la que tiene que seguir arriesgando, y posiblemente nota un punto de resentimiento. ¿No es demasiado fría la conciencia que ordena siempre continuar, cuando es la carne la que se desgasta?
Nadie posiblemente diría esto hoy, pero la razón es el corazón del ser humano. ¿La saco a colación al evocar la frialdad aparente de la conciencia moral? ¿No sabemos todos lo fría que es la razón? Con las palabras razón y corazón han hecho brillantes juegos de palabras y de conceptos algunos estos años. Lo que no se reconoce es que la razón va infinitamente más allá de aquello que se ejercita en la matemática o la abogacía, porque su ámbito es la verdad en cuantas acepciones y variedades encontremos a esta. El célebremente frío Kant –vaya disparate– la definía como la facultad de lo incondicionado. Ay, Unamuno debería haberlo recordado siempre, ya que, de joven, decía admirarlo tanto. Hay verdad en los asuntos de amor, en los temas de religión y de irreligión; hay verdad en el país de los sentimientos y en la de la acción. Allí donde se distingue entre auténtico y engañoso, hay verdad, es decir, hay razón. No es que tengamos que ensanchar su concepto, sino, sencillamente, hay que verlo sin anteojeras ni gafas de sol.
La maravillosa sabiduría de los griegos empieza por reconocer que no se dan las virtudes intelectuales si antes no se han cultivado las virtudes morales. Como decía el refrán que aprovecha Aristóteles en este sentido: es que a un niño no se le da un puñal; es que a un imbécil moral no le cabe en el espíritu de veras una ciencia, una metafísica, una gran doctrina religiosa o ética. Las virtudes morales son las pequeñas virtudes de las que habló maravillosamente alguna vez Natalia Ginzburg: la templanza, la justicia, el término medio en las costumbres cotidianas. Pero entre ellas hay una gigantesca: la fortaleza, la valentía. Solo hay espíritu en una vida que se libre del miedo. La verdad (el conjunto de las altas virtudes intelectuales) se abre solo a quien, aun sintiendo ese rechazo que notaba Sócrates en su aventura, no deje que influya en sus actos. La verdad y la valentía tienen relaciones hondísimas, y en ese lugar se halla la bondad.
Otro sabio antiguo exclamaba desesperado: «¡Gusto a todo el mundo! ¿Qué he hecho mal, Dios mío?». Esto es tanto como anticipar que la vida ideal, dentro quizá de muchos milenios, tendrá la maravillosa concordia que ahora no se experimenta por ninguna parte. Pero ¿acaso no existen grupos contrastantes? 
Miguel García-Baró es miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas
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