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Modales y morales políticos

El innegable origen aristocrático de los modales se ennoblece realmente cuando se extiende entre el común de los ciudadanos, es decir, cuando se hace extraordinario lo ordinario

Actualizada 02:08

Pocas veces los modales y la política han estado tan entreverados como en las sociedades cortesanas de las monarquías absolutas de los siglos XVII y XVIII. Las cortes eran el centro de un poder del que quedaba excluido todo el que no dominara las exigencias de la etiqueta al hablar, conducirse o engalanarse según las circunstancias. La cortesía fue el acta de existencia cortesana.

Pero las relaciones entre las formas del poder y la etiqueta vienen de antiguo. Es conocido el descontento que entre los griegos de Alejandro Magno produjo su deseo de ser reverenciado según la costumbre oriental. La «proskynesis» era la costumbre persa de saludar a los dioses o a las personas de rango con el gesto de lanzar un beso y una inclinación que podía llegar a la postración. Aquella reverencia se avenía mal con la igualdad que los grecomacedonios acostumbraban, y que percibía esos excesos como la transformación de sus reyes en déspotas.

Es comprensible que también los Estados modernos surgidos de la revolución repudiaran por aristocráticos semejantes excesos. En su lugar, y de la mano de pensadores como Rousseau, se idealizó la honesta sencillez del hombre natural que debía orientar la conducta de los hombres públicos. Desde entonces, los modales se han ido transformando hasta sustituir la distinción por la dignidad y la cortesía por la amabilidad, es decir, han dejado de expresar una posición social para manifestar una disposición interior.

Los modales modernos incluyen una exigencia interna por la que las distinciones son algo que rara vez se dispensa y que nunca cabe atribuirse. En su mejor versión, esa amabilidad es la antesala de la justicia. Por ejemplo, Nietzsche decía que hacer esperar mucho tiempo a las personas las volvía inmorales, irritándolas e inclinándolas a pensar mal y disimularlo servilmente. En efecto, forma parte principal de la buena educación permitir que los demás no tengan que abandonarla para recibir lo que es suyo por justicia.

De hecho, la amabilidad es la forma más modesta pero efectiva de contribuir al bien común y de extender una cierta concordia elemental y necesaria para la convivencia en paz. Por eso, a los buenos modales les conviene tanto el nombre que los asocia a la habitabilidad de las ciudades y, por consiguiente, de las sociedades: urbanidad. Sin esa especie de gentileza menor es imposible levantar una convivencia respetuosa y las disputas políticas degeneran fácilmente en hostilidades pasionales. Es típico de las ideologías con pulsiones totalitarias despreciar el comedimiento. Por el contrario, las personalidades benignas tienden a moderar la disputa sin perder de vista la persona.

Ilustración: Adorno y Tocqueville

Lu Tolstova

Las culturas políticas refuerzan y surgen de disposiciones de ánimo que se expresan en pequeños hábitos y costumbres personales con inmediata relevancia cívica: saludar, agradecer, escuchar, conceder, aguardar. Basta con imaginar qué forma tendrían las ideas políticas que animaran a no hacer nada de eso, para percibir el fino vínculo entre modales e ideología. Como vio Tocqueville, los hábitos del corazón modelan las ideas políticas, y al revés, hay que agregar.

Adorno afirmaba que la cortesía expresaba nuestra disposición a valorar al otro con independencia de nuestros intereses. Así que en los modales hay algo de justicia elemental pues nos conducimos con respecto al otro como merece de suyo, lo que en el fondo exige de nosotros una gratuidad amable, una mínima pero gentil elaboración de nuestra conducta. Esa es, me parece a mí, la enseñanza que los modales interiorizan como un hábito y una certeza interior: las personas merecen de suyo un ejercicio elemental de amabilidad desinteresada que nos dignifica mutuamente. Lo contrario es barbarie, incivilidad.

En sus célebres memorias psicológicas del internamiento en campos de concentración, el psiquiatra Víctor Frank contaba que los presos temían tanto los golpes y latigazos que recibían cada vez que iban de un sitio para otro, que se arrollaban entre sí para ocupar el centro del grupo a salvo de sus guardianes. Es fácil suponer que la mayor parte de los golpes los recibían los más débiles y los menos depravados. En esa triste circunstancia se aprecia que las formas de ejercer el poder que ponen en dificultades a los demás para tenerse consideración entre ellos, son envilecimientos del poderoso.

Por eso, cuando, por ejemplo, la distribución de alimentos entre poblaciones hambrientas no tiene en cuenta que las personas han de poder abastecerse sin disputar entre ellos, desmerecen la dignidad de aquellos a los que quieren auxiliar. El respeto que merecen los precisados obliga a usar la fuerza necesaria para establecer un acceso ordenado y tan pacífico como sea posible. Aunque no lo parezca, ese poder poniendo orden es pura cortesía: salvaguarda de nuestra dignidad común, la de los que reciben y la de los que reparten.

A despecho de Hobbes y Marx, lo cierto es que ni el miedo ni la necesidad son la base deseable de una comunidad política. Es más sensata la suposición aristotélica de que para ser ciudadano es necesario poseer lo necesario, aunque eso significara en su tiempo que muy pocos pudieron disfrutarlo. Hoy sabemos que el innegable origen aristocrático de los modales se ennoblece realmente cuando se extiende entre el común de los ciudadanos, es decir, cuando se hace extraordinario lo ordinario. Esa es la fuerza con la que los modales dan consistencia moral a los sistemas democráticos.

La política es, mucho más de los suponemos, un asunto de buenos modales.

  • Higinio Marín es filósofo
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