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En primera líneaMartín-Miguel Rubio Esteban

Agosto trajo la República

Robespierre no haría otra cosa que sustituir el furor descontrolado de esa asesina chusma parisina asilvestrada en una fría burocracia reglada que administraría «civilizadamente» los asesinatos. En resumen, la Primera República francesa, madre de todas las demás, vino de la violencia y la brutalidad

Después de la masacre del Campo de Marte, llevada a cabo como venganza por los peluqueros de la Corte – los peluqueros siempre han constituido el sector artístico más reaccionario, fieles espejos de sus amas–, la Comuna de París, integrada por los representantes municipales de todos los barrios y secciones, desplazó como actor histórico a la misma Asamblea Nacional, que representaba a la entera Francia, y protagonizó la jornada del 10 de agosto que trajo irremediablemente la República. Francia no podía perdonar que la Guardia Suiza y los Caballeros de San Luis que disparaban desde las ventanas del Palacio de Las Tullerías al pueblo, como tirando al pichón, matasen a 1.854 franceses, entre los que había niños, mujeres y viejos. Para colmo el devoto Luis XVI, al que algunos católicos franceses pugnan para que la Iglesia lo haga santo, huyó a la Asamblea Nacional, abandonando en Las Tullerías a sus más fervientes partidarios de la nobleza y a la parte de la burguesía más entusiasta con el monarquismo, lo que significó su muerte casi segura. El agradecimiento es una virtud que no conocen los reyes, y más si son borbones.

La Asamblea Nacional se vio así en la necesidad de proclamar la República, aunque ella en su mayoría posiblemente no la quisiese todavía. Fueron las masas, esa Hidra de Lerna de infinitas cabezas, enloquecidas por tipos anormales, pero muy influyentes, como Marat y Hebert, las que trajeron la República, que no la representación nacional, que hasta el 10 de agosto defendía una Constitución monárquica. El propio Robespierre defendía con ahínco tal Constitución de monarquía constitucional. Los peores y decisivos episodios de la Revolución se debieron a la tiranía anárquica de la Comuna y no de la Asamblea Nacional.

Apartada la Asamblea Nacional del poder efectivo, el girondino Vergniaud, como forma desesperada de echar a las masas más peligrosas fuera de París, y así debilitar el poder de la Comuna, pedía al pueblo desde la tribuna que éste defendiera más en los frentes de guerra, allá en las fronteras, a la patria y a la naciente República, que matar ciudadanos indefensos ilegalmente. Quería arrastrar a las masas más salvajes fuera de París, a fin de que con el entusiasmo bélico y la disciplina militar perdiera el terror cívico. Pero varias cosas impidieron las matanzas de primeros de septiembre. En primer lugar, una orden del ministro del Interior, Danton, dio posibilidades al pueblo armado de visitar los domicilios de los amigos de la monarquía, sospechosos de tener armas, y requisarlas. Para ello el 29 de agosto de 1792 se tocó generala, y a las seis de la tarde todos los parisinos deberían estar metidos en casa. Gracias a ello el populacho detuvo a más de tres mil vecinos sólo la primera noche, dos mil fusiles, y robó pequeños y grandes tesoros que aunque se decía que era por «utilidad pública», hay pruebas de que aquella chusma de la Comuna no entregaba a las autoridades lo que requisaba, sino que sencillamente lo robaba.

La masa de presos no cabía en las cárceles de la ciudad de París, y tuvieron que habilitarse otros muchos sitios, como el convento de Los Carmelitas, precedentes sin duda de las checas soviéticas y, sobre todo, de las españolas. Sabedores de lo que haría la Comuna con los presos, muchos de los diputados de la Asamblea Nacional consiguieron sacar a algunos de las cárceles, sobre todo de la Abbaye. Manuel salvó la vida de Beaumarchais, sacándolo un día antes de la matanza. Robespierre, Tallien, Danton, Fabre d´Églantine y Fauchet pudieron salvar a algunas personas. Por otro lado, Robespierre cambió de bando institucional, dándosele un sitio en la Comuna, tras haber pronunciado una frase enigmática y terrible en la Asamblea. «Hay que devolver el poder al pueblo». ¿Qué significaba esta frase? Significaba evidentemente depositar el poder legal para someterse a la acción revolucionaria de las masas, llamar al pueblo en ese momento en contra de la Asamblea Nacional, la única legítima representación de Francia. La Comuna fue en seguida, a partir del 1 de septiembre, un caos sangriento bajo el aliento de Marat, cuyo fracaso como escritor le llevó a ser un asesino morboso. Aunque se ha dicho que los verdugos principales de aquel linchamiento masivo fueron los federados marselleses y los de Avignon, la verdad es que hoy sabemos que fue el pueblo de París el que constituyó el principal papel de matarifes. Y debemos señalar que la mayor parte de aquellos verdugos tenían profesiones muy a propósito, como carniceros, botilleros, charcuteros, fruteros y zapateros, todos ellos maratistas selectos y con herramientas cortantes. El primer pobre preso en caer de la manera más repugnante y sádica fue el padre Hebert, el confesor de Luis XVI.

Robespierre no haría otra cosa que sustituir el furor descontrolado de esa asesina chusma parisina asilvestrada en una fría burocracia reglada que administraría «civilizadamente» los asesinatos. En resumen, la Primera República francesa, madre de todas las demás, vino de la violencia y la brutalidad de la Comuna de París de aquel agosto, y no de la voluntad del entero pueblo francés, al que nunca se le preguntó.

Martín-Miguel Rubio Esteban es escritor

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