La fugacidad de la vida
Aquí aparecía también la idea de la fugacidad de la vida, pero nos era ofrecida en este caso desde otra perspectiva existencial y filosófica, la de quien entendía esa fugacidad no como algo doliente o negativo, sino como algo que hacía aún más valioso para todos
En el número de mayo de 1990 de la Revista de Occidente había casi al final tres poemas del poeta y ensayista uruguayo Roberto Bula Píriz, un autor que yo aún no conocía entonces. Los tres poemas compartían una misma unidad temática, la de la fugacidad de la vida desde una perspectiva claramente nostálgica y melancólica, algo que de inmediato llamó mi atención y que posteriormente provocó que ya nunca se borrasen de mi memoria.
Este escritor había nacido en 1915 y había fallecido en 1980, muy posiblemente poco después de haber escrito aquellos versos, que no verían la luz en la citada revista hasta una década después. El primero de los tres poemas llevaba por título 'Roberto Bula Píriz', y era un soneto. «Roberto Bula Píriz fue un vencido;/ en su existir cerrado a toda gloria/ no colmó una esperanza promisoria/ y pasó por el mundo inadvertido./ Joven, adulto, anciano retraído,/ un alargado viaje sin historia,/ un blanco singular en la memoria/ que no registra furias ni quejido», decían los dos cuartetos iniciales, marcados por una clara pesadumbre existencial.
La conclusión de ese soneto ahondaba aún un poco más en ese sentimiento de tristeza y de desvalimiento vital. «Fue una contradicción sin soluciones:/ suplicó a la ilusión su dulce ayuda/ sin jugar al destino su partida./ Tuvo espíritu fuerte entre sus dones,/ mas le faltó la voluntad aguda;/ ayer murió ignorado por la vida», resumía de manera desesperanzada. Pese a ese desolado final, era lícito pensar que Bula Píriz estaba haciendo, en realidad, un uso brillante y actualizado de la figura literaria conocida como memento mori, expresión que se suele traducir como «recuerda que has de morir».
El segundo poema de este autor publicado en la Revista de Occidente se llamaba 'Retorno' y suponía también una mirada agridulce hacia el pasado. «Ya son antaños los hermosos días/ y el fuego artificial de la esperanza,/ que no encontró verdad para su lumbre./ Las figuras que animan aquel mundo/ dicen lo transitorio de la vida/ y cómo nos engaña lo aparente», señalaban sus dos primeras estrofas, que ya prefiguraban el subsiguiente epílogo, en el que se afirmaba que lo que nosotros entendemos normalmente como «transformación» sería, en el fondo, un recurrente retorno al «punto de partida».
El tercer y último poema, 'El tiempo', incidía en esa misma línea de ambivalente remembranza: «Es muy dulce decirlo en los poemas/ de juventud: el tiempo pasa y pasa,/ yo sufro ese pasar que se acompasa/ al ritmo de mi vida y sus esquemas./ Pero al fin del camino, cuando tremas/ ante la luz que miras tan escasa,/ vives duelo sin ángel, que traspasa/ del alfa hasta la omega, sin dilemas».
Cuando leí por vez primera esos poemas, yo tenía 26 años de edad, vivía con mi hermano Joan y con mi madre en un ático de la calle Nuredduna de Palma, cursaba primero de Filosofía en la UIB y estaba a punto de empezar a trabajar como coordinador de vuelo de Iberia en el aeropuerto de Son Sant Joan. En cierto modo, estaba naciendo de nuevo a la vida, tras unos años previos algo difíciles a nivel personal y también anímico.
Ese fue quizás el principal motivo por el que me impactaron tanto aquellos textos de Roberto Bula Píriz, pues estaban escritos por alguien que sentía que se encontraba ya en el último recodo del camino, una etapa final que en aquel momento yo percibía aún como muy lejana para mí. Ahora, tres décadas y media después, seguramente entiendo esos poemas mucho mejor que antes, entre otras razones porque hoy tengo casi la misma edad que tenía nuestro bardo cuando los escribió, pues hace unas pocas semanas cumplí ya 62 años.
Por contra, lo que sigue siendo aún un misterio para mí es cómo fue realmente la vida de Bula Píriz, más allá de lo que él decía de sí mismo en las citadas creaciones. Para procurar paliar en la medida de lo posible ese desconocimiento, en estos últimos años he intentado recabar el máximo de información biográfica sobre este enigmático letraherido, pero he ido constatando poco a poco que apenas existen datos sobre su trayectoria profesional, incluso en internet. Así, sólo he podido confirmar que además de escritor fue profesor, que publicó estudios sobre Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez y Alfonsina Storni o que fue director del suplemento literario del antiguo diario charrúa La Mañana.
Pese al desánimo que destilaban los tres poemas que hemos recuperado para esta columna, creo que tiene bastante sentido pensar que Bula Píriz llegó a ser ampliamente reconocido en vida como trovador y, a su vez, querido por las personas que le conocieron. Una de esas personas fue el poeta y músico uruguayo Lucio Muniz, quien hace algunos años le dedicó un precioso soneto, en el que hablaba de su antiguo maestro en estos afectuosos términos: «Presente aún, en el recuerdo tengo/ como a fuego incrustado acá en el iris,/ al profesor Roberto Bula Píriz/ y encallo en su memoria que mantengo».
Más hermosos eran aún los cuatro versos siguientes, en los que Muniz hacía referencia a la infancia de su querido mentor: «Anduvo en estas calles siendo niño/ y creció en la ciudad adormecida/ como retoño que aprendió la vida/ para luego volar». En cierto modo, aquí aparecía también la idea de la fugacidad de la vida, pero nos era ofrecida en este caso desde otra perspectiva existencial y filosófica, la de quien entendía esa fugacidad no como algo doliente o negativo, sino como algo que hacía aún más valioso para todos —también para Bula Píriz— poder crecer, aprender y soñar.
Josep Maria Aguiló es periodista