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08 de mayo de 2024

6. La Cruz La Cruz es el símbolo del cristiano, que nos enseña cuál es nuestra auténtica vocación como seres humanos. No es solo dolor, también salvación y victoria: es el signo del amor más grande. El signo de la cruz nos compromete a vivir un amor entregado hasta el fin, como el de Cristo. Dios quiere que todo cristiano sepa llevar la cruz cada día, y con ello, aceptar los dolores y fracasos que se pongan en el camino. Y, además, se debe unir siempre la cruz de uno mismo a la de Cristo. 7. La Ceniza Con la imposición de las cenizas, se inicia una estación espiritual particularmente relevante para todo cristiano que quiera prepararse dignamente para la vivir el Misterio Pascual, es decir, la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor Jesús. La Iglesia lo ha conservado como signo de la actitud del corazón penitente que cada bautizado está llamado a asumir en el itinerario cuaresmal. Se debe ayudar a los fieles, que acuden en gran número a recibir la Ceniza, a que capten el significado interior que tiene este gesto, que abre a la conversión y al esfuerzo de la renovación pascual. Pero es, sobre todo, una llamada a poner el fundamento de nuestra existencia, no en nosotros mismos, sino en Cristo. 8. La oración El camino de la oración es vida del alma y una necesidad permanente. Sin ella es imposible convertirse a Dios, permanecer en unión con Él, en esa comunión que nos hace madurar espiritualmente. En el tiempo cuaresmal se intensifica la escucha de la Palabra y la relación dialogal con Dios. El Señor Jesús nos ha enseñado a orar ante todo orando Él mismo: “y pasó la noche orando”; otro día, como escribe San Mateo, “subió a un monte apartado para orar y, llegada la noche, estaba allí sólo”. Sólo una vez, cuando le preguntaron los apóstoles: “Señor, enséñanos a orar”, les dio el contenido más sencillo y más profundo de su oración: el Padrenuestro. Por eso, Dios quiere que la oración sea íntima y auténtica. 9. Los días son más largos Cuando entramos en el tiempo de Cuaresma se empiezan a notar que los días son más largos, por lo que la primavera ya se deja entrever. Así se deja atrás el invierno para dar la bienvenida a una nueva estación. Poco a poco, se cuenta con más horas de sol y los días se alargan. 10. Las cocinas españolas El potaje de vigilia o Cuaresma se ha convertido en los últimos años en un plato de cuchara que no puede faltar en las mesas de las familias españolas el Viernes Santo. Un plato de legumbres que a diferencia de los más habituales en nuestro territorio, se toma con bacalao en lugar de con carne por lo que es apta para cumplir con los preceptos religiosos que piden que no se coma carne en esta época del año.

Cathopic

Este es el sentido del ayuno de Cuaresma, la penitencia y la conversión que conducen a la Pascua

Los cuarenta días anteriores a la Semana Santa nos da como el tiempo de la liberación de la tiranía del pecado y de la victoria, por la acción de Dios en nosotros, en nuestra propia carne

El pueblo cristiano-católico ha comenzado la Cuaresma; es el período del «ayuno santo» como decían las oraciones de la Eucaristía de los primeros días de este tiempo. Es curioso que cristianos odiemos tanto el ayuno, –quizá sea la modernidad, la postmodernidad o la post-postmodernidad, que ha entrado en la Iglesia–, tanto, que encontramos miles de excusas, todas muy piadosas, moralistas y solidarias, para «saltárnoslo».
No entendemos que lo verdaderamente moderno es el ayuno: hoy en día salen a la luz cientos de estudios que nos hablan de las bondades del «ayuno intermitente» e incluso hace años se inició una campaña, cuyo fin es cuidar el planeta, llamada «lunes sin carne» que propone lo mismo que la Iglesia propone a sus fieles todos los viernes del año. Ya los antiguos habían descubierto las bondades del ayuno, es más, no hay religión, seria, que no lo utilice, aunque los motivos para ayunar sean diversos.
La Cuaresma es, entonces, un tiempo de ayuno de cuarenta días, aunque al principio no fue exactamente así. Los primeros cristianos ayunaban completamente varios días –uno, tres, seis– antes de la celebración anual de la Pascua. Con el paso de los años se fue ampliando el número de días hasta llegar a los actuales cuarenta, pues estos fueron los días que, según nos narran los Evangelios, Jesús permaneció ayunando y siendo tentado por Satanás en el desierto; cuarenta fueron también los días y las noches que Moisés estuvo en el monte Sinaí para recibir la Ley de Dios, cuarenta las jornadas que Eliseo ayunó huyendo de la malvadísima Jezabel hasta el monte Horeb donde Dios se le reveló en un susurro como la «voz de silencio sutil», cuarenta fueron igualmente los días de plazo para su conversión que dio Jonás a los ninivitas antes de que la ciudad fuese destruida…
Estas resonancias bíblicas nos ayudan a comprender el sentido y la finalidad de nuestra Cuaresma. El tiempo de ayuno es un tiempo de penitencia y de conversión que nos conduce a la celebración gozosa de la Pascua; los cristianos participamos por el Bautismo y por el resto de Sacramentos en la victoria de Cristo, pero, misteriosamente, seguimos inclinados al mal y nos entregamos a él, «pues no hago lo bueno que deseo, sino que obro lo malo que no deseo (…) ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?», escribía san Pablo.

El sentido de los sacrificios

El sentido de nuestros sacrificios nos lo ofrecen, de nuevo, las oraciones de la Misa: «con el ayuno corporal refrenas nuestras pasiones, elevas nuestro espíritu, nos das fuerza y recompensa»…
Este tiempo penitencial se fue enriqueciendo con el paso de los años con dos obras que son inseparables y que nos ayudan a comprenderlo aún mejor: la oración y la limosna; de hecho otra de las oraciones señala: «con nuestras privaciones voluntarias nos enseñas a reconocer y agradecer tus dones, a dominar nuestro afán de suficiencia y a repartir nuestros bienes con los necesitados, imitando así tu generosidad».

El ayuno de toda la Iglesia

El ayuno, aunque es personal, tiene una doble dimensión comunitaria. Toda la Iglesia, como un solo Cuerpo unido a su Cabeza, realiza el mismo gesto penitencial: se abstiene de comer (o de comer carne que es una modalidad específica del ayuno); no hace cada uno lo que le parece más terapéutico para su vida espiritual, lo que cree más justo o más equitativo,… obedece a la Madre Iglesia con el deseo de unirse más a Cristo que se hizo obediente al Padre; y además la privación personal se convierte en limosna con la que imitamos la generosidad del Señor que «siendo rico se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza».
La oración responde a la misma dinámica: «no solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios»; la privación de alimento nos debe conducir al reconocimiento de nuestra absoluta dependencia de Dios y, por tanto, a nuestra posición más sincera que es la petición al que todo lo puede. Notemos que el Papa Francisco, consciente de la eficacia de estos medios contra el mal, ha convocado sendos días de ayuno y oración al inicio de las últimas dos grandes guerras en Ucrania y en Gaza…

Tiempo de liberación del pecado

La Cuaresma no nos gusta porque preferimos más al Jesús que anduvo en la mar que al que estuvo clavado en el madero, pero ¡es el mismo! Tristemente aquí se muestra la rebeldía personal contra el Padre y la Madre, tan de hoy y de siempre, que pretende liberarnos haciéndonos esclavos de mil cosas y/o de nosotros mismos; la Cuaresma se nos da como el tiempo de la liberación de la tiranía del pecado y de la victoria, por la acción de Dios en nosotros, en nuestra propia carne.
La ley del ayuno (miércoles de ceniza y viernes santo, prolongable al hasta la vigilia pascual) obliga a todos los mayores de edad, y la de la abstinencia (los días de ayuno y los viernes de Cuaresma) a los que han cumplido catorce años, hasta los 59; pero ¡hoy los 60 son los nuevos 40! y uno siempre puede hacer más de lo que le piden.
Al final de este camino de conversión está el encuentro gozoso con el Resucitado: «Jesús le dice: «¡María!» (a la Magdalena). Ella se vuelve (conversa illa –dice el latín-) y le dice: «¡Rabbuní!», que significa: «¡Maestro!»» (Jn 20,16).
  • Antonio Fernández Carranza es profesor en la universidad eclesiástica San Dámaso.
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