Fundado en 1910

02 de mayo de 2024

Dehesa

Dehesa

Gastronomía

La importancia de la dehesa en nuestra alimentación

La alimentación comienza en la tierra, no es el plato, sino que «es», en el sentido clásico de «existe», mucho antes

Hace pocos días comentaba con un grupo de jóvenes entusiasmados por la gastronomía los recursos que nuestros antepasados utilizaban para sobrevivir, es decir, les hablaba de la historia de la alimentación. Que es fundamental para que conozcan su historia, su pasado, la tradición y las inteligentes fórmulas que usaron nuestros antepasados para subsistir. La historia es, como siempre, es maestra en muchos sentidos, y el pasado nos muestra unas posibilidades extraordinarias que pueden orientar para vivir en el presente.
Y sí, sobrevivir es la palabra clave. Un término olvidado porque vivimos en un tiempo singular en el que por primera vez hay comida abundante para muchos, a precio razonable (de esto cada vez menos, pero aún podemos considerarlo así), así que de alguna manera vivimos a capricho, seleccionando lo que nos apetece, qué dieta está de moda, que plato nuevo se crea o ante las «dificultades» sobre la decisión del estilo de comida vamos a elaborar. Y está bien, porque en cuanto a posibilidades culinarias, este es uno de los mejores momentos en la historia, no les quepa duda.
Pero esta alimentación fabulosa, variada, con productos internacionales, asequible y sorprendente, no crece milagrosamente en los expositores del supermercado. Requiere la tierra, un paisaje, el esfuerzo humano, la cultura… la agricultura, la distribución y tantas cuestiones más, que nacen en la sencillez de un trabajo vinculado con la naturaleza. Por eso siempre digo que la alimentación comienza en la tierra, no es el plato, sino que «es», en el sentido clásico de «existe» mucho antes. Es donde nace.
Por eso, los amantes de la buena mesa, y sobre todo los profesionales, si quieren de verdad conocer a fondo lo que consumen, deben explorar la base de todo: el campo, el mar, la huerta y la granja. Se ama lo que se conoce, así, pasar de largo por lo más importante, que es nuestra tierra, en el sentido más físico, apegado y amoroso del paisaje español, es justamente a lo que me refiero.
Cuando me es posible dedico tiempo a dar largos paseos en la dehesa, en una playa, o entre huertas admirando tomates, coles o calabazas, según la temporada. O gozando de la vista del ganado bien criado, de las gallinas y las vacas, incluso entre olivos, son tiempos productivos en los que puedo hablar con algunas personas que trabajan en ellos y a interesarme por cómo va la cosecha, qué se está dando mejor este año en esa zona o qué problemas tienen los animales.
En un de estos ratos, y como las encinas están en plena producción, decidí llevar un modesto obsequio a mis jóvenes amigos: un saquito de bellotas, para convertirlas el objeto de reflexión sobre la producción y la temporalidad en la Antigüedad. Cuál fue mi sorpresa que al menos la mitad de ellos jamás habían visto ni probado una bellota, y claro, no habían paseado por uno de los paisajes más españoles y característicos del Mediterráneo, la dehesa. Me apenó extraordinariamente que no hubieran conocido a fondo esta maravillosa tierra que les sustenta, aunque es una pérdida reparable, porque son jóvenes y podrán hacerlo en el futuro (que espero sea muy próximo).
Por este motivo me contuve, acordándome de las palabras de Petronio, en su obra El Satiricón, en la que comenta algunos problemas de la juventud de su tiempo, en pleno s. I d.C.: «Y así, según mi opinión, la juventud, en las escuelas, se vuelve tonta de remate por no ver ni oír en las, aulas nada de lo que es realmente la vida». Pues bien, ahí está, un problema constante, eterno quizás y vinculado con los jóvenes. O con las distintas perspectivas de la vida entre la madurez y la juventud. Estos jóvenes, y muchos más, que tendrán que proporcionar respuestas a los problemas de carácter alimentario en un futuro cercano, deben ser herederos de la tierra en primer lugar. Tienen que reconocer y recoger su herencia. Conocerla primero, amarla después, y en tercer lugar aprender a utilizar sus recursos de forma inteligente y provechosa tanto para el planeta como para los seres humanos.
Quizás debamos confiar ¡al menos! en una parte de ellos. Y animarlos a conocer la dehesa, ahora en plena montanera y con cochinos aprovechando la bellota, a pasear por el sotobosque mediterráneo, o a conocer los bosques de castaños en Galicia, el Bierzo, en mi amada serranía de Ronda o en el valle del Ambroz (y a probar las castañas en su entorno natural). Estimularlos para conocer la vega de cualquier río, desde el norte al sur y su rica producción hortelana; o las explotaciones de ganado castellano leonesas, asturianas o andaluzas… los arrozales sevillanos y valencianos, e infinidad de paisajes productivos que en algún momento han aportado algo a la alimentación común.
Porque no se ama lo que se desconoce, porque para valorar los alimentos hay que volver la mirada a la tierra y dejar atrás el laboratorio, porque las posibilidades son magníficas, pero requieren inteligencia y capacidad, que se desarrollarán si ellos se vuelven a hacer herederos de su tierra, conscientes de su valía y de sus frutos. De ellos es.
Comentarios
tracking