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06 de mayo de 2024

Varias personas caminan por el Aeropuerto Internacional de Pekín, en China, este miércoles. China ha reducido el periodo de cuarentena de las llegadas del extranjero con la permanencia de siete días en un centro gestionado por el gobierno y tres días en arresto domiciliario

Viajeros en el Aeropuerto Internacional de Pekín

La apertura de China, la explosión de contagios y el riesgo de la «ciudadanía global»

La inminente propagación de la COVID-19 vuelve a poner el mundo a prueba tras la plena apertura de China

En 1918, el mundo se vio azotado por la Gran Gripe, que mató a entre 25 y 100 millones de personas en tres años. La pandemia se cebó con personas en la flor de la vida, y la mayoría de las víctimas tenían entre 20 y 40 años.
En Estados Unidos, donde comenzó (aun cuando quedó en los anales como «gripe española») murieron unas 675.000 personas, y se ha calculado que fue responsable de acortar la esperanza de vida hasta 12 años.
A pesar de los estragos causados por la Gran Gripe, la gente no tardó en pasar página y los recuerdos en desvanecerse. Los estadounidenses, sobre todo, empezaron a considerar estos sucesos como asuntos del pasado, reliquias de la época de las casas de vecindad y la medicina premoderna.
Hasta septiembre de 2022, la Organización Mundial de la Salud (OMS) había registrado 6,5 millones de muertes a causa de la COVID-19, pero la cifra real puede ser dos o tres veces mayor.
Con el aumento y la vulgarización de los viajes de larga distancia, un agente patógeno puede atravesar el globo en cuestión de horas, y el incremento de las concentraciones masivas –desde Juegos Olímpicos, Mundiales de Fútbol, fiestas significativas, peregrinaciones religiosas– aumenta las probabilidades de que se produzcan eventos de superdifusión que puedan infectar a un gran número de personas al mismo tiempo.
Hace cien años, un granjero que contraía la gripe aviar mientras descuartizaba sus pollos vivía probablemente en el campo y, por tanto, solo infectaría a su familia o a su pueblo. Hoy en día, ese granjero puede trabajar en un matadero industrial cerca de una gran ciudad, subir fácilmente a un avión y recorrer medio mundo antes de sentir ningún síntoma.
Las epidemias del siglo XX han sido virus de origen animal: La gripe de 1918 pudo comenzar en una granja porcina estadounidense. La gripe asiática de 1957-58 y la gripe de Hong Kong de 1968 procedían ambas de las aves. La gripe porcina de 2009 pasó de cerdos que recombinaron cepas de gripe porcina, aviar y humana.
Desde la llegada de los antibióticos y vacunas modernas, las nuevas enfermedades contagiosas han comenzado como infecciones víricas animales que se extendieron a humanos. Así, el SRAS de 2002-4, el SARS-CoV-1, y la COVID-19, o el SARS-CoV-2 probablemente proceden de murciélagos, como el Ébola. El MERS procede de los camellos. El VIH tiene su origen en los chimpancés. La nueva viruela puede proceder de un roedor.

Los virus de laboratorio

Pero hay un factor más inquietante: los virus de laboratorio. La posibilidad de que el SARS-CoV-2 se haya escapado de un laboratorio es objeto de un intenso debate. La mayoría de los defensores de la teoría de la «fuga de laboratorio» sostienen que el SRAS-CoV-2 se originó en el Instituto de Virología de Wuhan, donde se cree que los investigadores han realizado experimentos con virus de murciélagos, alterándolos genéticamente para hacerlos más transmisibles. El régimen de Pekín, en su pertinaz opacidad, cerró el laboratorio a las inspecciones internacionales, a principios de 2020.
Lo más probable es que nunca conozcamos cómo empezó la pandemia de la COVID-19, y a medida que se enfría el rastro, las probabilidades de determinar sus orígenes son cada vez menores. Lo cierto es que salió de China y del entorno de un laboratorio.

Lo cierto es que salió de China y del entorno de un laboratorio

Los Coronavirus se propagan a través de la respiración de aire compartido, tienen periodos de incubación cortos -a veces de dos o tres días- y suelen mutar promiscuamente, dividiéndose fácilmente en variantes y tipos. El que padecemos, el SARS-CoV-2, no es el más letal de la familia: el SARS de 2002-4, mató entre el 10 % y el 60 % de los infectados y el MERS-CoV, tiene una tasa de mortalidad del 35 %.
La diferencia reside en que nuestro COVID-19 es mucho más transmisible. Y lo inquietante es que el SARS-CoV-1 y el MERS-CoV no han desarrollado variantes tan contagiosas ha sido simplemente un golpe de suerte en la ruleta genómica. Pero la racha de suerte podría no durar.
La apertura de China hacia la plena reapertura de viajes y movilidad en plena explosión de contagios por la covid, tras tres años de cierre, pone de nuevo el mundo a prueba. Parece que ya no estamos en condiciones de ser «ciudadanos de ninguna parte» o «ciudadanos del mundo», como defendía el filósofo anglo-ghanés, Anthony Appiah, llamándonos a «un acto expansivo de imaginación moral».
La «ciudadanía global» se pone en cuestión y se vuelve cada vez más y más arriesgada. Un riesgo peligroso. Es peligroso estar en otra parte: el mundo ya no es «pequeño y cálido» sino, amplio, distante y expuesto.
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