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05 de mayo de 2024

Rosalía Dans

AFP

Rosalía Dans (1955-2024)

La 'meiga' voluptuosa de «Los gozos y la sombras»

La actriz, hija de la gran pintora María Antonia Dans, se convirtió en uno de los iconos de los 80, en España, con su éxito en la televisión

Rosalía Dans icono
Nació en La Coruña el 1 de julio de 1955 y falleció en Madrid el 18 de marzo de 2024

Rosalía Collazo Dans

Actriz

Rosalía, vital y escéptica, encontraba los rodajes más divertidos que cualquier otro oficio (aunque no le concediese la solidez de la pintura, donde «la gente está más preparada»)

España necesita poner una Rosalía en su vida cada cierto tiempo, de manera cíclica. Ahora se celebra a la reina del trap, que solo desciende de su patinete/carrusel para darle un par de besos al rey Amancio, en su casa. Y este lunes acaba de despedirse su antecesora, que en realidad ya llevaba desaparecida bastante tiempo. Había decidido decidido refugiarse con discreción, entre libros y ceras, después de una década prodigiosa, aquellos 80 en los que contribuyó a alimentar las fantasías de quienes incluso dieron fe de haberla visto desnudarse en un programa de radio (cuando en las emisoras aún tenían la buena educación de no dejar entrar a las cámaras), gracias al ingenio provocador de Dragó. Tal era su poder de meiga voluptuosa, obraba milagros con la imaginación.
Rosalía Dans, sí, para muchos la Rosario que iluminó sus noches de gozos y sombras, ha fallecido a los 68 años, a tiempo de no asistir aún más al deterioro de aquel cuerpo ondulante que cimentó su celebridad, apenas oculto por el hechizo fatal de su sensual mirada verde acuoso, «mitad gatita, mitad pantera», según la canción que en sus días de esplendor le dedicó el trovador de Curtis, Edilberto Alonso. De allí era su familia. Y aunque ella había nacido en La Coruña, vivió en Madrid toda la vida. «Esta ciudad tiene una fuerza increíble», dijo una vez refiriéndose a la capital, que nunca abandonó: «Te ayuda a disfrutar de la soledad, como toda gran ciudad, pero es mucho más calentita».
Torrente Ballester, el Faulkner ferrolano, que era miope pero no tonto, se empeñó en imponerla en la serie de TVE. Por algo era el autor. Sabía que nadie mejor que ella podía encarnar esa mezcla definitiva de melancolía y erotismo, fuerza y vulnerabilidad, todo envuelto en una neblina de misterios, que transmitían algunas de esas mujeres del campo gallego atrapadas en los lienzos líricos y telúricos de su señora madre, la gran María Antonia Dans («en Galicia todo está más escondido, y las cosas medio ocultas suelen ser eróticas»).
Cuando aquel relato con reminiscencias gatopardianas, sin el esplendor de un auténtico Príncipe de Salina, explotó en las pequeñas pantallas, el talento de la joven (ya no tanto, había nacido en 1955) recién descubierta saltó por los aires, arrasando cualquier empeño de carrera importante. Rosalía, vital y escéptica, encontraba los rodajes más divertidos que cualquier otro oficio (aunque no le concediese la solidez de la pintura, donde «la gente está más preparada») y parecía muy dispuesta a descubrir, sin grandes ambiciones ni excesivas esperanzas, la aventura que quizá le permitiría explorar insospechados cauces expresivos para su vocación artística.
El personaje la devoró, como suele ocurrir en estos casos si no decides imponerte y tomar el control, empresa ardua, titánica y casi siempre desagradable. Ella se guiaba más por la intuición. Su rival de alcobas en aquel serial, Charo López, quizá supo nadar mejor y guardar la ropa. Cultivó el mito de la Ava Gardner ibérica, pero se tapó un poco más y duró. La Dans, en cambio, sucumbió a los reclamos de la plebe que en aquellos tiempos famélicos solía exigir siempre algo más de carne, blanca, casi traslúcida, rotunda, y aquellos ojos tentadores de los que llegó a colgarse algún político ilustre hasta casi poner en riesgo el matrimonio. Y no, no fue Fraga, que por las prisas se marchó al poco de haberse iniciado aquel estreno de Vargas Llosa en el Reina Victoria perdiéndose lo que todo el mundo iba a ver (menos, al parecer, el gran don Manuel), el desnudo de la Dans, que en aquella época era como ir al Prado.
Llegaron otros trabajos audiovisuales, más series (Anillos de oro, Goya, Las aventuras de Pepe Carvalho) y alguna película (fue una de las integrantes de la inclasificable Amanece que no es poco, del genial Cuerda), pero su estrella fue apagándose en el altar destinado a las nuevas vestales. Le quedaba probar esa segunda edad de plata que requiere el talento de madres de protagonistas, donde nunca está de más poder exhibir una reconocida belleza madura. El recuerdo de pasadas lozanías aún remueve por dentro a quienes nacieron al deseo con imágenes de otro tiempo.
Rosalía se negaba a participar de continuo en esa hoguera de las vanidades que exige estar siempre en el medio, ensayando sonrisas en estrenos, saraos y cotillones varios en los que resulta imprescindible lucir palmito, aunque sea de prestado, por si a alguien se le enciende una luz y te ofrece un trabajo. Cuando vio que aquello tenía pinta de haberse acabado, y sin echar pestes contra una industria que se había servido de ella, pero que a la vez le había permitido vivir experiencias impagables, nunca soñadas, decidió refugiarse en sus otras inclinaciones («en el cine, las cosas se hacen un poco como de andar por casa y eso le resta encanto»).
A partir de los 90, y hasta el mutis definitivo, cultivó la pintura bajo la sombra de la madre, aunque en su caso los modelos fuesen Kandinsky y Chagall, que solía aderezar con versos propios en sus catálogos. Cada vez más escorada hacia a la escritura, publicó tres poemarios («La amatista», «El testamento», «Zen») en los que da rienda a un cierto misticismo envuelto en sutilezas, algo candoroso y siempre sugerente, reflejo de su propia naturaleza libre, alegre, desprovista de prejuicios, natural y escéptica («verlo todo demasiado claro me parece bastante aburrido»). Las musas del otro barrio cuentan ya con una nueva invitada.
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