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24 de abril de 2024

Vidas ejemplaresLuis Ventoso

A veces los países enferman

Todo indica que estamos observando, a cámara lenta y sin darnos cuenta, el derrumbe del Imperio Americano

Actualizada 10:02

El sábado 14 de mayo, un racista de 18 años, al que no regalaremos la cita de su nombre, se compró un fusil semiautomático en Nueva York, subió a Buffalo y mató allí a diez personas negras en un supermercado. Lo emitió en directo por Twitch y escribió un manifiesto tipo diarrea justificando su masacre. Pero no fue el único tiroteo de ese fin de semana en Estados Unidos. Hubo también sendos ataques en una iglesia californiana y en un mercado de Texas. Solo diez días después ha llegado otra masacre, todavía peor: otro tirador de 18 años, también armado con un rifle AR-15, ha acribillado a 19 niños y dos de sus profesoras en un aula de Uvalde (Texas).
El goteo de este tipo de matanzas es constante en Estados Unidos. En las horas que siguen al ataque nunca faltan –sensatas– llamadas a restringir la compra de armas. Pero luego se impone el espíritu libertario, la apelación al heroico «individualismo» de los pioneros, la invocación al derecho a defenderse, el culto a la gloriosa Segunda Enmienda de la Constitución… y todo acaba permaneciendo igual, con las armas más mortíferas del mercado vendiéndose en el súper como si fuesen melones y plátanos.
La memoria es frágil. El estremecimiento inicial enseguida deja paso a la amnesia. Las noticias vuelan en el taquicárdico carrusel digital de la información continua. Un nuevo sobresalto opaca al anterior. ¿Quién se acuerda hoy de que en 2017 un francotirador mató en Las Vegas a 58 personas que asistían a un concierto al aire libre? Sus familiares. ¿Quién retiene el dato de que cada año mueren tiroteados 23.000 estadounidenses? ¿Quién repara en que cada vez se compran allí más armas, habiéndose pasado de 88 por cada cien estadounidenses hace diez años a 120 hoy en día?
Como muchos baby boomers europeos de querencia liberal siempre he simpatizado con Estados Unidos. De entrada, por la cosilla cultural. Me crie con sus dibujos animados –emitían también en mi infancia unos checoslovacos, pero eran insoportables, como el propio comunismo–, me fascinaban su cine y sus series. De mayor empecé a admirar el formidable edificio institucional que constituyeron los padres constitucionales. Leí los libros de Tocqueville y admiré con él «el genio inquieto» de los norteamericanos. En mi altar particular tienen hueco siempre Elvis y Dylan (por este orden) y las películas de John Ford y Spielberg (también por este orden). Por supuesto admiro la mano crucial que echaron a Europa contra Hitler –y luego contra la Unión Soviética–, su inventiva (desde la llegada a la Luna a internet) y su mística de la gran tierra de las oportunidades, que han sabido vender al mundo con genio romántico y comercial.
Pero la simpatía no puede velarnos la mirada. A cámara lenta, casi sin darnos cuenta, probablemente estamos observando el derrumbe del Imperio Americano. A veces los países enferman. En el inicio los daños son casi imperceptibles. Pero van envenenando poco a poco el tejido social. Cuando el caudillo bárbaro Odoacro depuso en el año 476 a Rómulo Augústulo, el último emperador romano –o simulacro de emperador– en realidad Roma llevaba más de una centuria en decadencia.
Estados Unidos todavía es la primera potencia. Siete de las diez mayores compañías del mundo son estadounidenses. Pero algo se está descomponiendo, como encarna en metáfora perfecta un presidente anciano, sin energía. Hay una epidemia de desigualdad, porque la nueva economía digital no ha resultado tan distributiva como la fabril de antaño. Hay una clase media venida a menos, que ve estancado su poder adquisitivo y sabe que sus hijos vivirán peor que ellos. Hay una lacerante epidemia de opiáceos, con una media de 192 muertos al día por sobredosis. Hay una epidemia de pobreza: con 580.000 personas sin techo y 20 millones que viven en deprimentes parques de caravanas. Hay un inmenso endeudamiento del Estado (y con su gran adversario, China, como uno de los principales tenedores de esa deuda). Hay hasta una epidemia de obesidad, como si el apetito pantagruélico intentase saciar otras carencias más hondas.
El ascensor social, el símbolo del sueño americano, se ha atrancado. El gran filósofo político Michael Sandel, que ha estudiado a fondo el asunto, concluye que hoy es más fácil ascender de escalón social en la vieja Europa que en Estados Unidos. Hay, por último, un creciente descrédito exterior, porque tras la inhibición del pusilánime Obama en Siria y la vergonzosa retirada de Afganistán, el planeta ha anotado que Estados Unidos ya no tiene voluntad ni fuelle económico para mantener su gendarmería mundial (de ahí que se envalentonen autócratas decimonónicos como Putin).
Pero la auténtica gangrena de Estados Unidos tal vez sea la merma de la cohesión cultural, filosófica y religiosa que forma el armazón de las grandes naciones (en política, hoy están directamente partidos en dos países, que se odian con furia creciente y son incapaces de entenderse hasta en lo básico). Si falla el sentirse parte de una casa común, de una nación con un propósito y donde se convive con personas afines, habrá entrado en el cuerpo social la termita que lo corrompe y a la postre lo hace astillas. Y me temo que eso empieza a ocurrir también aquí, delante de nuestras narices, en España.
Esta semana, sin ir más lejos: la vicepresidenta económica, preguntada en el Congreso por Vox sobre temas de las cuentas públicas, replica relacionando a ese partido con el tiroteo de niños en Texas; el Gobierno de Sánchez indulta, por pura fijación doctrinaria, a una mujer que secuestró a su hijo durante un año; los socios del Gobierno piden convertir el Congreso en la Torre de Babel y hablar en vasco, gallego y catalán; el presidente insulta a los policías que protegieron a España frente a un golpe de Estado separatista... Repito: a veces los países enferman.
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