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24 de abril de 2024

Vidas ejemplaresLuis Ventoso

¿Por qué quieren a Isabel II y detestan a H&M?

La Reina tiene una aprobación de los británicos del 81 %, mientras dos tercios suspenden a los insufribles Harry y Meghan

Actualizada 11:40

Ante el Jubileo de Platino de la Reina se han hecho encuestas en el Reino Unido sobre la popularidad de la monarquía y los miembros de la familia real, a la que el finado Duque de Edimburgo llamaba «The Firm». Isabel II se sale en aprecio, a pesar de sus 96 años y sus crecientes limitaciones físicas, que el sábado la dejaron viendo por la tele desde Windsor un gran oficio religioso en su honor en la catedral de San Pablo. El 81 % de los británicos la aprueban, cifra insólita para un estadista en una democracia. Mientras tanto, los modernísimos, cosmopolitas y progresistas Harry y Meghan reciben un cate en toda regla: dos tercios de los británicos los suspenden.
Son datos lógicos, a tenor de las hojas de servicio que presentan la egregia abuela y los dos petardos ávidos de foco. En enero de 2020, cuando Harry y Meghan renunciaron airadamente a sus roles en Palacio, muchos analistas lo interpretaron como un duro revés para la monarquía británica. A juicio de sus simpatizantes, el príncipe pelirrojo –un parado de larga duración que tras dejar el Ejército vivía de su abuela– y la actriz de folletines televisivos encarnaban un saludable intento de modernizar la institución. Además, simbolizaban una nueva Gran Bretaña, multirracial y multicultural. Por último, eran eco-feministas, MeToo, enfáticos con la salud mental, coleguitas de Oprah Winfrey… Ya, ya… Pero lo cierto es que pasados dos años desde su espantada, el respetable los aborrece, mientras que continúa encantado con su Elizabeth, a pesar de sus achaques y de que no ha cambiado de peinado y modelo de bolso desde su adolescencia.
El prestigio de Isabel II no tiene fórmula secreta. Se basa en algo sencillo de enunciar y difícil de mantener: su sentido del deber. Lleva 70 años en el trono dedicada simplemente a servir a su país. Sus detractores republicanos la acusan de no hacer nada. Y es cierto que en realidad todas sus tareas son solo simbólicas. Dedica tres horas al día a los documentos oficiales, a sus famosas cajas rojas. Se ha pateado una y otra vez la Inglaterra olvidada, con recepciones y actos muchas veces menores, como inaugurar estaciones de bomberos o clausurar concursos de bizcochos. Pero su mérito no estriba en lo que hace, sino en cómo lo hace, en la seriedad con que se toma las rutinas de su cargo, que cobran valor precisamente porque las ejecuta ella, la Reina.
Cuando fue coronada, el 2 de junio de 1953, Isabel II juró que serviría siempre a su pueblo. Así ha sido. Mujer de honda religiosidad, está incluso convencida de que el privilegio de su cargo la obliga a cumplir ante Dios. Un segundo rasgo que la hace especial es que mantiene el carácter tradicional inglés, el clásico «labio superior rígido». Esa contención emocional supone ya una anomalía en una era donde ante el luto, o frente a un desamor, exigimos al Estado que nos ponga un psicólogo de guardia para consolarnos. La subcultura narcisista de la queja, la que encarnan Meghan y Harry, ha sustituido a la del servicio.
H&M se presentan como ciudadanos del mundo, parte de una élite que disfruta de la globalización y se muestra cada vez más apátrida. La Reina es la cabeza de la Commonwealth, ciertamente. Pero también es más inglesa que las tostadas untadas con Marmite del desayuno. Su pueblo lo sabe y se lo agradece.
Isabel II es la mujer más fotografiada de la historia y posee una gran fortuna. Sin embargo, siempre ha situado el deber por delante de su dicha personal y de las expansiones egotistas. Si vienen mal dadas, se calla, aprieta los dientes y tira millas. Ni siquiera ha concedido una entrevista en regla en toda su vida (medida inteligente, pues ayuda a preservar su misterio y aureola legendaria). Harry y Meghan representan exactamente lo contrario: una empalagosa exposición televisada de las menudencias que bullen por sus psiques. Ese énfasis victimista se torna especialmente cargante al tratarse de dos privilegiados. Y así lo han entendido los ingleses, que con toda la razón no los tragan.
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