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02 de mayo de 2024

El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Hölderlin, de nuevo

Hölderlin se aparta. Se encierra en el diamante hermético de la poesía. Hasta que la locura lo despoje de un mundo cuya vulgaridad le es invivible

Actualizada 01:30

En 1978, cuando por primera vez fue publicado –y apenas distribuido–, se quiso un libro intempestivo. Lo tuvo todo contra él. Muy pocos disfrutaron del casi azar de poner sus manos entonces sobre los dos volúmenes de aquel Friedrich Hölderlin: el exiliado en la tierra de J. L. Rodríguez García, que fue Catedrático de Filosofía en la Universidad de Zaragoza. Se reeditan ahora. Casi medio siglo después y cuando su autor ya no está. Sus páginas permanecen fuera del tiempo. Como todo lo que nunca se sintió tentado a ser criatura del tiempo. Quienes entonces ni aun supieron de su existencia, podrán gozar el privilegio de descubrir esa exquisitez, hasta hoy oculta en muy pocas bibliotecas. Sin más objeto que el disfrute, que es para lo que escribir vale la pena. Y leer.
Porque sus casi novecientas páginas de alta literatura y de sobrio saber académico alzan un acta crucial: que no hay línea de cesura entre poesía y filosofía. Y porque en ese aprendizaje se cifra el canon estético de los que nacieron con la mitad del siglo pasado. Igual que no había cesura entre la vida y la belleza a las que rindiera culto el jovencísimo Hölderlin, junto a sus compañeros de seminario Hegel y Schelling, por aquellos años en los cuales corría, sombría, la sangre sobre las plazas de París. Su fusión de vectores imposibles tomará, en la Jena de los años noventa del siglo XVIII, nombre exitoso de «romanticismo». Mucho antes de que esa palabra se trocara en nada, en menos que nada.
En el origen de lo que este libro revela está una anotación de Novalis: «La poesía es verdaderamente lo real absoluto… Cuanto más poético, más verdadero». El monumento a tal anhelo de fusionar poesía, filosofía y arte, la alzará el Hiperión hölderliniano en 1797. Aunque estaba ya exigida en el fragmentario manifiesto intelectual que, de los tres seminaristas, ha llegado hasta nosotros.
Rodríguez García había estudiado mejor que nadie ese manifiesto de 1795, que profetiza nuestro tiempo. Un proyecto grandioso –demasiado grandioso, quizá– de tres jóvenes que creen estar inventando el mundo. Y que escriben en la primera persona singular de aquellos a quienes anuda un vínculo místico: «estoy convencido de que el más alto acto de la Razón, en cuanto que ella abarca todas las ideas, es un acto estético, y de que la verdad y el bien sólo en la belleza están hermanados. El filósofo tiene que poseer tanta fuerza estética como el poeta… La filosofía del espíritu es una filosofía estética… La poesía recibe de este modo una más alta dignidad, vuelve a ser al final lo que era al principio: maestra de la humanidad, pues ya no hay historia, sólo la poesía sobrevivirá a todas las demás ciencias y artes».
Rodríguez García desmenuza, a partir de ese fragmento, el «misterio Hölderlin», su crucial envite: dinamitar el subsuelo del romanticismo, cuando aún el romanticismo ni ha nacido. Y dar cuenta de ese fracaso previsto en el quizá más grandioso de sus poemas: «Pan y vino», disección desolada de un mundo del cual huyeron los dioses. De un mundo, cuya raya es la locura:
«Mas ¿dónde están?, ¿dónde florecen las ilustres, las coronas festivas?
Tebas y Atenas se marchitan, y el rumor de las armas
¿ya no suena en Olimpia? ¿ni los dorados carros de los juegos?
y en las naves corintias ¿se acabaron por siempre las guirnaldas de flores?
¿Por qué ya no hay un dios que señale la frente de los hombres
y marque con su sello, como antaño, al elegido?...
Pero es que llegamos tarde, amigo».
Tarde llegan los románticos de Jena a la revolución que ruge sobre Europa. Demasiado tarde. Habrán de vivir ya sólo en su ensueño de una «revolución del espíritu». Hölderlin se aparta. Se encierra en el diamante hermético de la poesía. Hasta que la locura lo despoje de un mundo cuya vulgaridad le es invivible. En la lectura de ese mundo, Rodríguez García supo prefigurar las claves del nuestro. Sólo exilio.
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